Qué podemos hacer para frenar a los antivacunas

Caricatura de James Gillray sobre los efectos secundarios de la vacuna contra la viruela de los que alertaban los antivacunas a principios del siglo XIX. Image: Biblioteca del Congreso de Estados Unidos.
Caricatura de James Gillray sobre los efectos secundarios de la vacuna contra la viruela de los que alertaban los antivacunas a principios del siglo XIX. Image: Biblioteca del Congreso de Estados Unidos.

Los riesgos de la antivacunación están ahí: un niño de 6 años murió el sábado por difteria en España, donde no se había registrado ningún caso de la enfermedad desde 1987, simplemente porque sus padres no habían querido vacunarle. El pequeño falleció después de pasar veinticinco días en la UCI del hospital Vall d’Hebron; ocho personas -siete de ellos menores- resultaron contagiados, aunque ninguno desarrolló la enfermedad porque estaban vacunados; y hay que suponer que el cerco alrededor del patógeno supuso un importante desembolso para las arcas públicas.

Lo peor es, sin duda, la muerte del pequeño. Fue consecuencia directa de la estupidez de quienes tenían que haberle protegido. Nunca habría ocurrido si sus padres hubieran actuado sensatamente. No lo hicieron. Les engañaron los antivacunas, alguno de los cuales ahora culpa a la sanidad catalana de imprudencia. «Siempre serán posibles brotes de difteria, aunque la vacunación sea masiva como ocurrió en Rusia la década de los 90. Por eso la imprudencia del Ministerio de Sanidad y de la Conselleria de Salut de la Generalitat de Catalunya de no tener en stock ni una sola dosis de antitoxina de la difteria probablemente haya provocado la muerte del niño de Olot», escribía el lunes el ecoterrorista, vendedor de productos milagro contra el cáncer y el sida, y antivacunas Josep Pàmies. Miente. El brote de difteria registrado en los años 90 en varios países de la antigua órbita soviética se debió a que la inestabilidad política había hecho que se dejara de vacunar a la población contra la enfermedad. Fue la caída en los índices de vacunación por lo que hubo cientos de muertos entonces. Y las autoridades sanitarias españolas no han cometido ninguna imprudencia en el caso del niño de Olot, que nunca se hubiera contagiado de haber estado vacunado.

«Lamentable muerte del niño de Olot con difteria. Algo horrible que supongo que no esperábamos», escribió en su página de Facebook el sábado el también antivacunas Miguel Jara, de cuyo libro Vacunas, las justas siguen haciendo publicidad algunas televisiones. ¿Cómo que no lo esperábamos? ¿En qué mundo vive Jara? «Alrededor de una de cada diez personas que contraen difteria morirá como consecuencia de la enfermedad. En los niños menores de 5 años, hasta uno de cada cinco que contraen difteria morirá a causa de la enfermedad», explican en su web los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos. Pàmies, por su parte, aconseja a «todas las personas que se consideren en riesgo de contagio (que) tomen cloruro de magnesio y evidentemente en esta enfermedad valorar los pros y los contras de revacunarse y hacerlo en consciencia, sabiendo a lo que nos arriesgamos en caso de vacunarse». ¿A qué nos arriesgamos?

Los efectos secundarios graves de la vacuna contra la difteria, el tétanos y la tos ferina pueden ser «convulsión, espasmos o crisis de ausencia (alrededor de uno de cada 14.000 niños); llanto continuo durante tres horas o más (hasta alrededor de uno de cada 1.000 niños); y fiebre alta, 40º C o más (alrededor de uno de cada 16,000 niños)», informa el Departamento de Salud de EE UU. La reacción alérgica grave se da en menos de un caso por cada millón de inmunizados. Es decir, en cualquier circunstancia, las complicaciones graves por vacunación son mucho menos frecuentes que los fallecimientos por difteria, que pueden llegar a un niño de cada cinco infectados. Todavía estamos esperando, por cierto, alguna reacción a la muerte del pequeño de Olot por parte de la llamada Liga para la Libertad de Vacunación, un grupo antivacunas que, cuando se conoció el caso, tuvo la desfachatez de decir que «la difteria no es una enfermedad infecciosa inicialmente severa» y animar a las familias a no vacunar a sus hijos.

¿Qué cabe hacer ante este panorama?

Educación y medidas coercitivas

Casos anuales de enfermedades en EE UU antes y después de la era vacunal. Gráfico: Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades.
Casos anuales de enfermedades en EE UU antes y después de la era vacunal. Gráfico: Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades.

No les voy a ocultar lo que ya saben: soy partidario de la obligatoriedad de todas aquellas vacunas incuidas en el calendario de inmunizaciones. La Organización Mundial de la Salud (OMS) asegura que las vacunas evitan cada año en el mundo “entre 2 y 3 millones de defunciones por difteria, tétanos, tos ferina y sarampión”. Allí donde se han introducido masivamente la inmunización contra la difteria, el sarampión, la tos ferina, la rubeola, y otras enfermedades, las muertes por esas dolencias han desaparecido. Si en las sociedades avanzadas no hay casos de esos males, no es porque los patógenos hayan decidido retirarse, sino porque, al estar la mayoría de la población vacunada, se produce lo que se conoce como inmunidad de rebaño: el virus o bacteria no puede expandirse y contagiar a aquéllos que, por razones médicas, no puedan vacunarse o tengan sus defensas bajas. Esa inmunidad de rebaño, basada en la solidaridad colectiva, puede perderse por la actitud egoísta e insolidaria de los antivacunas, que hacen crecer el porcentaje de personas no protegidas y minarían la inmunidad de grupo. Es lo que sucedió en diciembre en Disneylandia, donde los bajos índices de vacunación dispararon un brote de sarampión en el que se registraron más de cien casos.

Nuestros políticos son partidarios de invocar principios como la solidaridad para hacer que los antivacunas entren en razón. Lamentablemente, mientras haya grupos que fomenten la antivacunación -en algunos casos, por intereses económicos; para vender sus productos milagro-, habrá padres engañados que pongan en peligro a sus hijos. De rebote, como digo en mi libro El peligro de creer, esos padres irresponsables, además de con la de sus hijos, juegan a la ruleta rusa con la salud de «los lactantes, de aquellos pequeños que no pueden ser inmunizados por circunstancias particulares, de quienes nacieron antes de las campañas de vacunación masivas y no pasaron la enfermedad, y de quienes han perdido o tienen debilitadas las defensas ante los agentes infecciosos, como los receptores de trasplantes de médula ósea, los diabéticos y los infectados por el VIH». Si me obligan a ponerme el cinturón de seguridad en el coche -y ahí sólo pongo en peligro mi vida-, ¿por qué me permiten no vacunarme por capricho?

California acaba de aprobar una ley que prohíbe la escolarización de los niños que no estén vacunados. No podrán acceder a la enseñanza pública ni privada, a no ser que medien razones médicas para su no inmunización. Se acaba así con la exención de no vacunar por creencias religiosas o personales. Es una medida legítima para luchar contra un peligroso hábito que, si se extiende, puede se un peligro para todos. Jim Carrey, un actor tan histriónico como irracional, es culpable en parte del éxito del movimiento antivacunas en EE UU. En los programas de televisión de Oprah Winfrey, la Mariló Montero yanqui, difundió durante años junto con Jenny McCarthy, conejita Playboy y entonces su novia, la idea de que las vacunas provocan autismo.

En Australia, el Gobierno ha decidido que quienes no inmunicen a sus hijos no tendrán derecho a beneficios fiscales que se aplican hasta que los menores cumplen cinco años. En España, podrían aplicarse tranquilamente esas dos medidas. Además, los colegios de médicos deberían sancionar a los profesionales que fomenten la antivacunación. Y, por último, dado que la biología permite en la actualidad identificar al individuo origen de un brote, también podría legislarse para que, si se trata de un niño que no ha sido vacunado por voluntad de sus padres, éstos hagan frente a todos los gastos ocasionados por su decisión y no se detraiga ese dinero del de todos. ¿Van a hacer nuestros políticos algo en la línea de California y Australia o esperarán a que mueran más niños por enfermedades evitables? ¿Van a ser contundentes las sociedades científicas españolas y, como ha hecho la Asociación Médica Estadounidense, abogar por la vacunación obligatoria? La pelota está en los tejados de nuestros dirigentes y de la profesión médica.

Tuit del antivacunas Jim Carrey contra la decisión de los legisladores de California.

Por su parte, los medios deberían dejar de promocionar a colectivos antivacunas como la Liga para la Libertad de Vacunación e individuos como Miguel Jara y Josep Pàmies. No hay dos bandos en el debate sobre la efectividad de las vacunas porque ese debate no existe en la comunidad científica. Esta el bando de la ciencia y el de los que maltratan a niños no vacunándoles al exponerles a graves enfermedades prevenibles. Hace falta más y, sobre todo, mejor información médica y científica para que la gente de la calle adquiera anticuerpos contra los charlatanes de la antivacunación. Las vacunas han erradicado enfermedades mortales como la viruela y están a punto de acabar con otras como la poliomielitis. Sus beneficios se cuentan por millones de vidas salvadas cada año y muchas más personas que no quedarán mutiladas o, por ejemplo, atadas a pulmones de acero de por vida. Sus riesgos son mínimos. Sn embargo, si no te vacunan tus padres, puedes acabar como el pequeño de Olot. En un ataúd.

El movimiento antivacunación contemporáneo tiene su origen en una investigación fraudulenta el médico británico Andrew Wakefield publicada en 1998 en la revista The Lancet. Tras examinar a doce niños autistas, él y sus colaboradores aseguraron que había una conexión entre la administración de la triple vírica –que protege contra el sarampión, la rubeola y la parotiditis (paperas)– y ese trastorno. Aunque la comunidad científica recibió el hallazgo con escepticismo por lo pequeño de la muestra, el estudio tuvo un gran impacto mediático en el Reino Unido. Muchos padres empezaron a tener miedo de que la triple vírica convirtiera a sus hijos en autistas y, en los diez años siguientes, el índice de vacunación país cayó del 92% al 85%, y los casos de sarampión se dispararon. En febrero de 2010 The Lancet retiró el artículo de sus archivos. Oficialmente, es como si nunca hubiera existido. En mayo de ese mismo año, el Consejo General Médico del Reino Unido prohibió a Wakefield ejercer en el país por su actitud deshonesta e irresponsable en ese estudio. Y, en enero de 2011, después de siete años de investigación, el periodista Brian Deer desveló en The British Medical Journal que Wakefield había planeado una serie de negocios para obtener millones de dólares aprovechándose del miedo hacia las vacunas que su fraudulenta investigación iba a infundir al público. Nada de esto importa a Carrey, abanderado de la causa de Wakefield en EE UU. El muy ignorante ha tuiteado hace unas horas: «El gobernador de California dice a envenenar más a los niños con mercurio y aluminio en las vacunas obligatorias. Este fascismo corporativo tiene que parar«.

Nota publicada en Magonia el 1 de julio 2015.


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