‘El archivo del misterio’: el movimiento antivacunas

Una investigación publicada en la revista The Lancet achacó en 1998 a la triple vírica -vacuna contra el sarampión, la rubeola y la parotiditis (paperas)- el desarrollo del autismo. Los resultados del estudio nunca se confirmaron, la mayoría de los autores retiró su nombre del trabajo, la revista acabó borrando el artículo de sus archivos -formalmente es como si no se hubiera publicado- y una investigación del periodista Brian Deer, para British Medical Journal, concluyó en 2010 que todo había sido un «sofisticado fraude» perpetrado por Andrew Wakefield, autor principal del artículo y médico que por ello fue inhabilitado en Reino Unido, para ganar millones a través de negocios basados en el miedo a la vacuna. En 2012, la revista Time consideró el trabajo de Wakefield uno de los más grandes fraudes científicos de la historia.

Casos anuales de enfermedades en EE UU antes y después de la era vacunal. Gráfico: Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades.

A pesar de todo eso, el movimiento antivacunas, del que hablo en la tercera entrega  de El archivo del misterio de Órbita Laika (La 2), goza de una preocupante buena salud. En el Occidente rico, claro, porque en el mundo en vías de desarrollo las vacunas son bienvenidas. Como pasa con los transgénicos, sectores del mundo rico rechazan ahora un avance que, precisamente, les ha llevado a distrutar de unas cotas de bienestar envidiadas por sus contemporáneos menos afortunados. Rechazar la vacunación en un país como España supone un pequeño riesgo para la salud siempre que los índices de vacunación sean altos y, por tanto, las posibilidades de que nos contagien la enfermedad, bajas. Hacer eso en algunos países de Asia y África es jugarse la vida porque hay mucha gente no vacunada y algunos patógenos campan a sus anchas.

«Yo no creo en las vacunas», decía una madre en los informativos de ETB hace tres años. Y añadía que sus hijos estaban sanísimos. Claro, porque se beneficiaban de la situación anterior, lo que los expertos llaman inmunidad de rebaño o de grupo. Pero siempre puede haber una desgracia, como el caso del niño de 6 años de Olot que murió a finales de junio de difteria, enfermedad de la que no se había registrado ningún caso en España desde 1987, simplemente porque sus padres no habían querido vacunarle. Los antivacunas son unos insolidarios que no sólo juegan con la salud de sus hijos, sino también con la de los lactantes, la de aquellos que hayan perdido la inmunidad y la de quienes nacieron antes de la campañas de vacunación masivas. Las vacunas evitan cada año en el mundo «entre 2 y 3 millones de defunciones por difteria, tétanos, tos ferina y sarampión», según la Organización Mundial de la Salud (OMS).

¿Qué se puede hacer ante esto? En Australia, quienes no vacunen a sus hijos perderán una serie de beneficios fiscales; en California, no podrán escolarizarlos. En España, no pasa nada, aunque haya muerto un niño. ¿Cuántos más hacen falta para que nuestros responsables políticos tomen alguna decisión? ¿Cuántos más hacen falta para que los colegios de médicos acuerden algún tipo de sanción contra los factultativos antivacunas? Seguro que se puede hacer algo para frenar a los antivacunas.

Nota publicada en Magonia el 8 de octubre de 2015.


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