«Profecías, estudios de la NASA, recuerdos como el del Diluvio y más, se mezclan ahora en la imaginación colectiva. En diciembre de 2012 celebraremos el fin del calendario maya, un pueblo cuyos sacerdotes-astrónomos vivieron obsesionados con el Sol, y su efeméride coincidirá, al parecer, con un incremento de manchas y tormentas solares. Coincidencia extraña, sí… Para quien crea en ellas», escribía hace un año Javier Sierra en la revista Más Allá (Nº 274), que dedicaba la portada a «El Sol de Apocalipsis». El ufólogo y novelista aseguraba que «el Sol está dando muestras justo ahora de una activación sin precedentes» y añadía que «no son pocos los que creen ver en el aumento de la actividad solar el cumplimiento de profecías como las de los indios hopi, que creían que el periodo de la Historia que habitamos (ellos lo llamaban ‘mundo’) se extinguirá por fuego«. No precisaba, claro, a quiénes se refería con ese «no son pocos».
Año Cero había llevado «La amenaza solar» a portada un mes antes. «¿Cuántos comienzos de otoño tan calurosos como éste recordamos en el Hemisferio Norte? ¿Desde cuándo no nevaba en Atacama, el desierto más seco del mundo, como lo hizo el pasado otoño austral? ¿Qué precedentes hay de la secuencia imparable de inundaciones, huracanes y tornados que asolan las costas del Pacífico desde hace dos años, momento en que se reiniciaron las tormentas solares de este nuevo ciclo? ¿Estamos ciegos o es que no queremos ver lo evidente, por el alarmante shock que supondría hacerlo?», se preguntaba Enrique de Vicente en su editorial. Y advertía sobre «las grandes tormentas solares que parecen esperarnos», según él admitidas «por todos los especialistas». Además de los efectos «que podrían tener sobre nuestra tecnología, forma de vida, salud, comportamiento, economía, revoluciones, guerras, terremotos o erupciones volcánicas, está su notable incidencia sobre el cambio climático», añadía.
Hasta aquí lo que han vendido Sierra, De Vicente y otros a su público en los últimos años: que, a finales de 2012, el Sol enfurecería con consecuencias catastróficas. «No son pocos -otra vez la misma fórmula para no dar nombres- los que vinculan el momento con un periodo de fuertes tormentas en el astro rey, con erupciones de helio y corrientes magnéticas que podrían afectar severamente a nuestro planeta», escribía Sierra en Más Allá (Nº 234) en agosto de 2008. «Podría suponer el fin de nuestra civilización y el despertar de una nueva conciencia», auguraba De Vicente en noviembre del año pasado. Pero ¿qué dice la ciencia?
Una vez más, la realidad desmonta la ficción de los periodistas del misterio para vender revistas y llenar horas de programas de radio y televisión. A punto de vivir el 21 de diciembre de 2012, ni es cierto que estemos ante «el fin del calendario maya» –el más antiguo conocido se proyecta 7.000 años en el futuro– ni, por supuesto, brilla en el cielo «el Sol de Apocalipsis». La actividad solar registra un pico cada once años y ahora estamos viviendo uno de ellos hasta 2014. En estos periodos, son más frecuentes las erupciones solares que pueden lanzar hacia la Tierra grandes cantidades de partículas eléctricamente cargadas que, además de provocar auroras, causen problemas en el suministro eléctrico y la comunicación por satélite. ¿El fin del mundo? No, por mucho que Sierra, De Vicente y otros lo presenten así.
El Sol, bajo vigilancia
«En un mundo cada vez más tecnológico, donde casi todo depende de teléfonos móviles y el GPS controla no sólo el sistema de mapas del coche, sino también la navegación aérea y los relojes extremadamente precisos que rigen las transacciones financieras, el clima espacial es un asunto serio. Pero es un problema en el mismo sentido que lo son los huracanes. Uno puede protegerse con información anticipada y tomando las precauciones adecuadas. Durante una alerta de huracán, puedes quedarte en casa… o cerrarla, cortar la electricidad e irte. Del mismo modo, los científicos de la NASA y la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica (NOAA) avisan a las compañías eléctricas, operadores de naves espaciales y líneas aéreas antes de que una eyección de masa coronal alcance la Tierra para que tomen las medidas adecuadas. Mejorar estas capacidades predictivas en la misma medida que ha mejorado la predicción meteorológica en las últimas décadas es una de las razones por las que la NASA estudia el Sol y el clima espacial. No podemos ignorar el clima espacial, pero podemos tomar las medidas apropiadas para protegernos. Y, aún en el peor de los casos, las llamaradas solares no son físicamente capaces de destruir la Tierra», puede leerse en la web que la NASA ha preparado como respuesta a los escenarios catastrofistas para el 21 de diciembre de 2012.
Además, en contra de lo que sostienen Sierra y De Vicente, no hay ninguna prueba de una activación del Sol «sin precendentes» que vaya a provocar una gran eyección de masa coronal. Como el fin del mundo maya, esa amenaza inminente es un invento de quienes viven de la credulidad de la gente. La vigilancia de la actividad solar es fundamental para detectar las llamaradas que pueden proyectar hacia la Tierra nubes de partículas cargadas y, en caso de que sea necesario, desconectar redes eléctricas y satélites hasta que pase el peligro. En septiembre de 1859, una gran erupción solar provocó el fallo de todas las telegráficas de Europa y América. Se conoce como el Evento Carrington, en honor al astrónomo británico Richard Carrington, quien detectó la llamarada solar. Nuestra dependencia de la tecnología hace que ahora estemos mucho más expuestos ante un fenómeno de ese tipo, pero es la tecnología, en este caso la espacial, la que también nos puede ayudar a minimizar los daños, que en ningún caso supondrían el fin del mundo, por mucho que se empeñen Sierra, De Vicente y compañía.
Nota publicada en Magonia el 19 de diciembre de 2012.