Sinopsis: Los profesionales de la comunicación han creado falsos misterios como los de los platillos volantes, el triángulo de las Bermudas y la sábana santa. La pseudociencia todavía se fomenta hoy en día en la prensa, la radio y la televisión, con grave prejuicio en algunos casos para la salud de los ciudadanos y llegándose en el último de los casos a vulnerar la legalidad vigente. El periodista, que tiene como objetivo dar una información veraz, no puede eludir su responsabilidad y debe tomar partido por la denuncia de la estafa cultural y, en algunos casos, económica que conlleva la anticiencia.
Palabras clave: Pseudociencia. Medios de comunicación. Prensa. Radio. Televisión. Ética publicitaria. Ética periodística.
1. Los periodistas como creadores de mitos
«Si los platillos volantes son reales en un sentido físico, los periódicos habrán hecho un magnífico trabajo cubriendo la historia, aunque las explicaciones se hayan echado en falta. Si los platillos volantes son totalmente inexistentes, los periódicos habrán, por lo menos, explotado una buena historia hasta el límite» [1]. Medio siglo después de que un estudiante de periodismo de la Universidad de California, DeWayne B. Johnson, pusiera a los medios de comunicación en el ojo del huracán de la naciente ufología, podemos decir, sin lugar a dudas, que éstos no han desempeñado el papel de héroe, sino el de villano. Porque los platillos volantes nunca han surcado los cielos de la Tierra ni se han posado en nuestros campos; los extraterrestres jamás han secuestrado a inocentes almas solitarias ni sus naves se han estrellado contra la superficie de nuestro planeta.
Desde 1947, se han dedicado miles de libros y de artículos, de horas de radio y de televisión, a ahondar en la realidad del que ha sido denominado por sus seguidores el misterio número uno de la ciencia moderna. Sin embargo, no se ha aportado ni una sola prueba que avale la realidad de las supuestas visitas de seres extraterrestres. Esto no quiere decir que los ovnis, como ingenios alienígenas, no existan. Existen, pero únicamente sobre el papel y en la imaginación popular, y han dado lugar a una de las creencias con mayor arraigo social de la segunda mitad del siglo XX. Por eso, la clave del misterio no se esconde en la inmensidad del espacio, sino en lo más íntimo del ser humano, en el contexto histórico en el que aparecieron por primera vez los platillos volantes y en la necesidad de los medios de comunicación, y por extensión de los periodistas, de noticias extraordinarias.
Ya a finales de los años 30, década en la que había cobrado un enorme auge en Estados Unidos la ciencia ficción de la mano de las revistas pulp -denominadas así por estar confeccionadas con papel de ínfima calidad-, gran parte de la sociedad norteamericana consideraba factible un contacto inminente con seres de otros mundos. Quien sacó a la luz esa creencia íntima fue Orson Welles, que el 30 de octubre de 1938 convirtió en víctimas de una invasión marciana a 1,2 millones de personas, según estimaciones del Instituto Americano de Opinión Pública. Los efectos de su adaptación radiofónica de La guerra de los mundos, la novela de Herbert G. Wells, demostraron que el público podía llegar a vivir una ficticia guerra interplanetaria -«Me asomé por la ventana y vi una luz verdosa que creí que procedía del monstruo», «Creí sentir olor a gas y oleadas de calor»- como si estuviera teniendo lugar en realidad [2]. Once años antes de la aparición en Estados Unidos de los primeros platillos volantes, Welles había dejado claro que no hacía falta que nada extraño apareciera en los cielos para que la gente lo viera.
Tras la Segunda Guerra Mundial, tras las explosiones de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, Estados Unidos se sumió en una paranoia anticomunista, que derivó en la célebre caza de brujas del senador McCarthy, y en el temor a que la Unión Soviética lanzase un devastador ataque nuclear. La sociedad estadounidense fue inmediatamente consciente de que el monstruo que había liberado -el poder destructivo del átomo- podía volverse contra ella misma. «Se construyeron refugios atómicos en cada comunidad americana, y se exigió a las escuelas públicas que los alumnos practicaran simulacros de ataques. Es en este escenario en el que tienen lugar las observaciones de platillos volantes de 1947», recuerdan el sociólogo Robert Bartholomew, de la Universidad James Cook (Australia), y el psicólogo George S. Howard, de la Universidad de Notre Dame (EE UU) [3].
El término platillo volante fue acuñado el 24 de junio de 1947. Kenneth Arnold, un vendedor de equipos de extinción de incendios, volaba a los mandos de su avioneta en el Estado de Washington cuando vio nueve objetos en formación sobre el monte Rainier. «Se desplazaban como platillos saltando sobre el agua», recordaría después. En un primer momento, Arnold temió que se tratara de ingenios soviéticos e intentó informar al FBI; pero la oficina de Pendleton (Oregon) estaba cerrada, así que acabó contando la historia al corresponsal de la Associated Press. El despacho que emitió al agencia de prensa, que llegó a 150 diarios del país, comenzaba: «Nueve objetos brillantes con forma de platillo volando ‘a increíble velocidad’ a 10.000 pies de altitud han sido observados hoy por Kenneth Arnold…». El reportero tomó la descripción del vuelo de los ovnis por la de su forma y la gente empezó a ver, primero en EE UU y después en el resto del mundo, platillos volantes [4]. No hubo, sin embargo, observaciones de objetos con forma de bumerán, que era la que tenían los ovnis del monte Rainier, según el propio Arnold.
La irrealidad periodística venció a la realidad en el caso fundacional del mito de los platillos volantes y de la pseudociencia de la ufología, al igual que en el de otras creencias contemporáneas. Por poner sólo dos ejemplos, ahí están el triángulo de las Bermudas y el sudario de Turín.
El mito del triángulo de las Bermudas tiene también su origen en un despacho de prensa de AP, en el que el periodista E.V.W. Jones hablaba, el 16 de septiembre de 1950, de la misteriosa desaparición de barcos y aviones «sin dejar rastro» en una región del Atlántico cuyos vértices serían Florida, las islas Bermudas y Puerto Rico [5]. Aunque la zona fue bautizada como triángulo de las Bermudas en 1964 por Vincent H. Gaddis, realmente no saltó a la fama hasta mediados de los años 70 y, poco después, un bibliotecario estadounidense publicaba un libro en el que demostraba que «la leyenda del triángulo de las Bermudas es un misterio manufacturado. Empezó a causa de una investigación descuidada y fue elaborada y perpetuada por escritores que, consciente o inconscientemente, se sirvieron de errores, razonamientos incorrectos o simple sensacionalismo. Y tantas veces se repitió el relato que éste empezó a ser envuelto por un aura de verdad» [6].
El sensacionalismo y la reiteración en la mentira periodística han caracterizado, asimismo, la venta a la opinión pública del misterio del sudario de Turín, la tela en la que habría quedado impresa la imagen de Jesucristo tras su muerte. «Científicos y técnicos de la NASA -después de tres años de estudio- han aportado datos suficientes como para deducir que Cristo resucitó», escribía el periodista navarro Juan José Benítez en 1978 [7]. A pesar de las numerosas evidencias que apuntaban desde un principio al origen medieval de la presunta reliquia, no fue hasta un decenio después, con motivo de la datación de la tela en el siglo XIV por medio del radiocarbono, cuando los medios de comunicación españoles se hicieron eco de las pruebas en contra de la autenticidad de la sábana santa. Entonces, Benítez y el jesuita Jorge Loring -los dos principales popularizadores en España del supuesto enigma de la sábana santa- admitieron por primera vez que no era cierto que la NASA hubiera estudiado alguna vez la pieza de lino. Aún así, hoy en día, el mito persiste y algunos medios de comunicación de ideario católico hacen caso omiso de la evidencia acumulada desde hace veinte años y presentan a sus lectores la tela depositada en la catedral de Turín como prueba científica de la resurrección de Jesucristo, siempre a partir de estudios que carecen del mínimo rigor y que no han sido publicados en revistas científicas. Como contrapartida, esos mismos medios ignoran sistemáticamente que el veredicto científico sobre la fecha en la que se confeccionó la falsa reliquia fue publicado en la revista Nature en 1989 y, desde entonces, ninguna publicación científica se ha hecho eco de críticas argumentadas en contra de la metodología seguida por los investigadores y de unos resultados según lo cuales la tela fue fabricada entre 1260 y 1390 (± 10 años).
2. La falsa ciencia en los medios
La pseudociencia, como hemos visto, ha nacido en ocasiones en los propios medios de comunicación de masas y de la mano de periodistas. Pero el papel de las empresas y de los profesionales de la información no se ha limitado tan sólo a dar el empujón inicial a algunos de los mitos que imperan en la sociedad actual, sino que también les ha llevado a adoptar otros y darles amplia publicidad. La prensa, la radio y la televisión españolas -como las de otros países- han fomentado, y fomentan, la superstición y el pensamiento mágico, cada tipo de medio con sus peculiaridades.
2.1. Prensa
Los misterios paranormales vivieron, a mediados de los años 70, un auténtico boom en nuestra prensa diaria, que ya había sido bastante receptiva a ellos en la última etapa del franquismo. Durante la Transición, ufólogos, parapsicólogos, astrólogos y una amplia pléyade de cultivadores de lo esotérico encontraron en los diarios, sin excepción, el lugar idóneo para hacer publicidad de sus libros y consultas. Por fortuna, esas supersticiones han desaparecido paulatinamente de las páginas de los periódicos, a mi entender, por tres razones: que la repetición de un mismo tipo de suceso -por ejemplo, la observación de luces en el cielo- sin que se vaya más allá hace que éste deje de ser noticia, los tintes cada vez más delirantes de algunas de estas pseudodisciplinas -pueden ir desde la comunicación con los muertos a través del ordenador hasta conspiraciones que nada tienen que envidiar a las de Expediente X-, y la incorporación a las redacciones de los medios de periodistas especializados que saben diferenciar el grano de la paja, la auténtica ciencia de la ciencia-basura.
Dejando a un lado el caso particular de la astrología -que comentaremos más adelante-, la pseudociencia más descarada sólo aparece ahora en los principales periódicos a título anecdótico -a través, sobre todo, de entrevistas-, cuando sirve a la ideología del medio -es el caso de una información recientemente publicada a toda página en La Razón bajo el título de «La ciencia confirma la veracidad de algunas experiencias místicas y apariciones marianas» [8]- o cuando responde a los intereses profesionales de ciertos médicos sin escrúpulos o totalmente anticientíficos. Éste último caso es el más grave y evidente desde hace unos años.
La incorporación de la información médica a los periódicos ha ido acompañada, en muchas ocasiones, de la entrada en sus páginas de lo que se ha dado en llamar medicinas alternativas: acupuntura, homeopatía, iridología, cromoterapia, naturoterapia, magnetoterapia, etcétera. Se trata de métodos de diagnóstico y tratamiento cuya validez no ha sido demostrada científicamente, pero que mueven enormes cantidades de dinero y ofrecen una lucrativa salida profesional a numerosos licenciados en Medicina que no han aprobado el MIR. La homeopatía es, sin lugar a dudas, la pseudomedicina que ha conseguido hacerse con una mayor credibilidad entre el público gracias, sobre todo, a la laxitud científica de los colegios profesionales -han primado, en el caso de ésta y otras pseudomedicinas, los intereses de sus asociados sobre la salud de la comunidad-, a la presión de la poderosa industria farmacéutica, a unas instituciones universitarias que, irresponsablemente, se han dejado y se dejan llevar por modas [9], y a unos medios de comunicación que le han hecho la publicidad gratuita.
La homeopatía se basa en que «nos podemos curar con las mismas sustancias que producen la enfermedad», algo que, tal como explicaba hace unos años el divulgador científico Manuel Toharia, «no pasaba de ser una teoría relativamente interesante a finales del siglo XVIII, pero que hoy día ha sido ampliamente superada por los avances científicos» [10]. Pretende sanar a los pacientes mediante la administración de compuestos en los que el supuesto principio activo se ha diluido sucesivamente en un disolvente hasta no quedar en la solución ni una molécula del pretendido medicamento. Un producto homeopático tiene, por consiguiente, tanto poder curativo como un vaso de agua, e incluso menos. Sin embargo, los homeópatas afirman que las propiedades de la sustancia activa inicial acaban contagiándose al disolvente, algo mágico que choca frontalmente con lo que ellos mismos -la mayoría, médicos- han estudiado en la Universidad.
A pesar de todo esto, la homeopatía goza de una enorme popularidad y puede acabar dentro del sistema sanitario público si se escamotea a la sociedad el debate que sería exigible. Por un lado, cientos de médicos que no han logrado un puesto en la sanidad pública recurren a su práctica para hacerse un hueco en el mercado, aunque ello conlleve hacer tábula rasa de lo que han aprendido durante la carrera. Por otro, la industria farmacéutica coloca en los despachos de farmacia multitud de compuestos homeopáticos a los que, merced a una legislación condescendiente, no se exige como al resto de los medicamentos capacidad de curar, sino, simplemente, que no dañen la salud. Y, en medio, el consumidor, que confía en médicos y farmacéuticos, hace uso de una pseudomedicina sin base científica ni poder curativo demostrado. Todo ello con la complicidad de una clase política que está dispuesta a franquear a la homeopatía la financiación pública.
En 1999, el PSA-PSOE, basándose en la demanda popular de las llamadas medicinas alternativas, propuso en el Parlamento andaluz que éstas sean financiadas por el Servicio Andaluz de Salud para «hacer normal» en la Sanidad pública «lo que es normal en la calle y en la sociedad». Y, en Cataluña, donde la industria farmacéutica tiene un gran peso, todos los partidos apoyan la legalización de estas prácticas. Sin que haya estudios que avalen su efectividad, la acupuntura y la homeopatía pueden entrar en nuestro sistema sanitario por la puerta de atrás. Nuestros políticos ya están en ello. ¿Y nuestros científicos? ¿Qué dicen? ¿Van a tomar cartas en el asunto, exigir pruebas concluyentes sobre su efectividad y prestar un servicio a la sociedad o van a eludir sus responsabilidades? ¿Por qué la prensa no entra a investigar cómo es posible que, tras sucesivos medicamentazos, algunas Administraciones estén planteándose financiar medicamentos de nula efectividad? Los medios, en este caso, están prestando un muy flaco favor a la sociedad que dicen servir.
El de la astrología en la prensa es un caso aparte. Disimulada en las páginas de ocio o de pasatiempos, aparece a diario en casi todos los periódicos -la única excepción es El País– en forma de horóscopo, como si fuera algo inocuo. Puede que lo sea para mucha gente, que una mayoría de la población se tome a risa las perogrulladas que pueblan las columnas astrológicas, que sea consciente de la estupidez que conlleva dividir a los 6.000 millones de seres humanos en doce grupos -signos del Zodíaco-, que no haga depender de tales vaguedades ni de los astrólogos decisiones más o menos importantes… Pero lo cierto es que hay un sector de la población para el que el horóscopo funciona de guía, que lo lee con fe y que hasta puede tomar decisiones importantes para su vida de acuerdo con las indicaciones de las estrellas. Evidentemente, los medios pueden escudarse tras el parapeto de que se trata de un mero pasatiempo, pero eso no es, a mi juicio, más que una manera de justificar el hecho de que, como los horóscopos tienen su público, prefieren evitar problemas y seguir fomentando una superstición.
Desde mediados de los años 80, algunos diarios estadounidenses incluyen junto al horóscopo esta advertencia: «Las siguientes predicciones se deben leer solamente como entretenimiento. Estas predicciones no tienen bases fundamentadas en ningún hecho científico». Aquí, 250 astrónomos reclamaron en 1990 a los periódicos españoles que siguieran el ejemplo de sus colegas del otro lado del Atlántico. Basta echar una ojeada a la prensa para comprobar que esa reclamación cayó en saco roto y que los mismos medios que repiten cada dos por tres estar preocupados por mantener la credibilidad, al mismo tiempo, dan cabida en sus páginas a supercherías manifiestas como el horóscopo.
2.2. Radio
La radio constituye un mundo aparte en lo que respecta a la explotación comercial de la pseudociencia, en tanto en cuanto ésta toma muchas veces la forma de información cuando se trata en realidad de publicidad pagada, y los profesionales que realizan los programas dedicados a lo paranormal no dudan en mezclar ciencia y pseudociencia, para otorgar a la segunda el crédito que ante la opinión pública tiene la primera.
Resulta habitual encontrarse en algunas emisoras radiofónicas magazines en los que se inserta, periódicamente, un espacio con un presunto especialista de la salud que habla de la homeopatía, el poder anticancerígeno del cartílago de tiburón y un largo etcétera de hechos no demostrados o, en algunas ocasiones, refutados por la ciencia. Esas entrevistas suelen correr a cargo de un profesional de prestigio de la cadena radiofónica y, en el transcurso de las mismas, se recomienda reiteradamente algún tipo de producto del que el entrevistado es -¡qué casualidad!- fabricante, distribuidor o vendedor. Ocurrió esto hace años con todos los ingenios caseros que pretendían imantar el agua y ahora se centra en el mundo de la salud.
La publicidad disfrazada cuestiona muy seriamente la ética de los profesionales del periodismo que se avienen a practicarla. Estos informadores ponen su credibilidad al servicio de productos más que cuestionables sin advertir, en ningún momento, de que les pagan por cantar sus excelencias. Están, por consiguiente, engañando al público desde el mismo momento en el que le venden publicidad como si fuera información objetiva, como si tuviera el mismo valor que lo que dicen una vez que ha acabado el espacio pagado. Este mal de la radio es fácil de detectar y demuestra la ausencia de ética de unos profesionales y unas empresas a las que el afán de lucro lleva a disfrazar la publicidad de producto informativo.
La otra particularidad de la pseudociencia en la radio hunde sus raíces en las revistas esotéricas. Su origen se remonta a Planète, una publicación creada en los años 60 por Louis Pawels y Jacques Bergier para rentabilizar el éxito editorial de El retorno de los brujos. Planète -y sus versiones hispanas Planeta (Argentina) y Horizonte (España)- incluía en sus páginas textos sobre la Atlántida o los platillos volantes junto a otros sobre astronomía o el origen de la Humanidad. Ciencia y pseudociencia compartían un mismo envoltorio, lo que, sin duda, otorgaba a la segunda un barniz del que carecería de ir sola. Pues bien, este modo de vender misterios, que practican desde hace años las revistas esotéricas españolas, se ha trasladado a la radio de la mano de divulgadores pseudocientíficos con experiencia en cabeceras de quiosco como Más Allá, Año Cero, Enigmas y Karma.7, por citar sólo las cuatro más conocidas.
La radio española ha contado en las tres últimas décadas con programas dedicados al misterio; pero los de ahora se diferencian por el hecho de que, en ellos, el último descubrimiento publicado en Nature o Science se alterna con el último delirio sobre el chupacabras o una máquina capaz de fotografiar el pasado. Todo, al mismo nivel de credibilidad. Todo, comentado por los mismos periodistas, que no dudan en mentir o tergiversar la realidad para mayor gloria del misterio de turno. Estamos ante individuos que lo que buscan es vender enigmas y recurren a lo más sorprendente de la ciencia para dar, a lo que de verdad les interesa, una pátina de credibilidad. No se trata de profesionales de la información científica, sino de la información pseudocientífica.
Desgraciadamente, no resulta extraño topar en esos espacios destinados al fomento de la pseudociencia con científicos que hablan de los últimos avances en su especialidad. Supongo que estas personas ignoran para lo que sirve su intervención en un programa de este tipo: para equiparar ciencia con ciencia-basura y que, tras una entrevista con un astrónomo sobre posibilidades de vida extraterrestre, el fabricante de paradojas [11] emplee las palabras del entrevistado, que ya no está presente, para respaldar el origen alienígena de los ovnis o la existencia de vestigios arqueológicos que demuestran que la Tierra fue visitada por extraterrestres en un pasado remoto. Los científicos deberían estar obligados a divulgar y, por eso, sería injusto criticar a los que lo hacen. Cabe reclamarles, no obstante, que eviten aparecer en programas y revistas esotéricas, porque, con su presencia en estos medios, contagian de seriedad a asuntos que carecen de ella.
2.3. Televisión
La televisión es caso aparte. Tras dos décadas en las que se han sucedido los espacios dedicados al misterio, de los que fue pionero Fernando Jiménez del Oso, en la actualidad, la pseudociencia tiene una presencia escasa en las parrillas de las cadenas españolas. Sin embargo, como en la pequeña pantalla todo es cuestión de modas, no sería de extrañar que en los próximos años surgiera una oleada de espacios como la que se registró a comienzos de los 90 con Rappel, Félix Gracia y Andrés Aberasturi, entre otros. La pseudociencia vive sus horas más bajas en la televisión como resaca de la moda de los debates-espectáculo en los que, frente a los científicos y escépticos, compartían bando los chiflados más delirantes con los divulgadores pseudocientíficos que hoy dirigen buena parte de las revistas y los programas especializados.
Lo paranormal ha quedado reducido en la televisión española de finales del segundo milenio casi exclusivamente a las apariciones de los adivinadores en las cadenas locales y a la publicidad de los consultorios telefónicos astrológicos. Para cualquiera que haya tenido oportunidad de ver a alguna echadora de cartas de las que proliferan en el sector televisivol local, resulta evidente que nos encontramos ante un subproducto que sólo puede engañar a quienes ya han sido engañados. Y lo mismo podría decirse respecto a los coloristas anuncios de Aramis Fuster, Victoria Pino y Octavio Aceves. Pero lo cierto es que fomentan la superstición, que son un engaño, porque ni es posible ver el futuro -¿cómo se explica que los astrólogos trabajen y no vivan retirados en una isla del caribe tras haberse llevado un premio millonario de un juego de azar?- ni quienes atienden las llamadas de los ingenuos que pican el cebo de los consultorios astrológicos telefónicos son especialistas en nada.
La publicidad de los brujos en la pequeña pantalla tendría sus días contados si se aplicara la legalidad vigente. La Ley General de Publicidad prohíbe en España todo anuncio que «induce o puede inducir a error a sus destinatarios, pudiendo afectar a su comportamiento económico», y la directiva europea sobre televisión sin fronteras, aprobada por el Parlamento español en 1999, establece que «son ilícitas la publicidad y la televenta que inciten a la violencia o a comportamientos antisociales, que apelen al miedo o a la superstición o que puedan fomentar abusos, imprudencias, negligencias o conductas agresivas». No debería haber, pues, hueco en ninguna televisión de la Unión Europea para los anuncios de los adivinadores, pero basta ver los canales privados y locales españoles para comprobar que una cosa es la ley y otra la realidad. La Asociación de Usuarios de la Comunicación (AUC) anunció en agosto de 2000 que iba a denunciar esta situación ilegal ante el Ministerio de Fomento. Sin embargo, no se ha hecho efectiva tal denuncia, y los brujos se asoman a diario a miles de hogares para apelar al miedo y a la superstición y llenarse los bolsillos.
3. El desenmascaramiento de la anticiencia
Ante esta situación, ¿qué debe hacer el periodista, sea cual sea el medio en el que desarrolla su labor? La directriz a seguir la marcaron los 550 profesionales de la información, educadores y científicos que participaron en el I Congreso sobre Comunicación Social de la Ciencia, que se celebró en Granada en marzo de 1999. Una de las principales conclusiones de dicho encuentro fue que «es urgente incrementar la cultura científica de la población. La información científica es una fecundísima semilla para el desarrollo social, económico y político de los pueblos. Como se ha repetido a lo largo del congreso, el conocimiento debe ser considerado de enorme valor estratégico. La complicidad entre los científicos y el resto de los ciudadanos es una excepcional celebración de la democracia. Pero es que además esa nueva cultura contribuiría a frenar las supercherías disfrazadas de ciencia, aumentaría la capacidad crítica de los ciudadanos, derribaría miedos y supersticiones, haría a los seres humanos más libres y más audaces. Los enemigos a batir por la ciencia son los mismos que los de la filosofía, el arte o la literatura, esto es, la incultura, el oscurantismo, la barbarie, la miseria, la explotación humana».
No queda hueco, por lo tanto, para posiciones intermedias. O se está del lado de la ciencia, de la cultura, o se está del lado de la anticiencia, de la incultura y la superstición. El periodista tiene como obligación informar verazmente al público y sacar a la luz estafas y engaños, y la pseudociencia es una estafa intelectual y, a veces, económica. Por ello, ante la explotación de la credulidad y la ignorancia de los ciudadanos, el profesional de la información no puede ser imparcial, debe tomar partido por la defensa de la razón frente a la sinrazón y no medir por el mismo rasero las manifestaciones de quien, por ejemplo, afirma que nuestro destino está escrito en los estrellas que las de un astrofísico. No cabe ofrecer una perspectiva intermedia. La objetividad y la profesionalidad, en este caso, pasan por colocarse claramente de uno de los lados y ejercer de desenmascaradores de la pseudociencia.
Sin embargo, la anticiencia, dejando a un lado sus más burdas expresiones, puede llegar a grados de sutilidad que dificulten su identificación para los no conocedores de ese submundo. Al igual que hay que ser extremadamente cautos a la hora de dar noticia de nuevos tratamientos para enfermedades hoy por hoy incurables, como el sida y el alzhéimer, para no sembrar falsas esperanzas entre los afectados, hay que ser prudentes a la hora de valorar en su justa medida noticias presuntamente científicas que llegan a los medios a diario y que carecen de base real. De ahí que sea necesario que todo profesional de la información conozca algunas herramientas básicas y a quién dirigirse en caso de duda sobre el auténtico carácter de algunas afirmaciones.
El lego tiene muchas de esas herramientas ya a su disposición en Internet, en forma de webs de organizaciones escépticas con sólida reputación, como el Comité para la Investigación Científica de las Afirmaciones de lo Paranormal (CSICOP) -creado hace un cuarto de siglo por Isaac Asimov y Carl Sagan, entre otros- o la española ARP – Sociedad para el Avance del Pensamiento Crítico -de la que forman parte pensadores y divulgadores como Mario Bunge, Fernando Savater y Manuel Toharia-, que pueden servir de punto de partida de cualquier búsqueda de información. En el caso español, ARP cuenta con un teléfono en el que atender las solicitudes de información de los profesionales y del público, e indicar quiénes pueden ser los especialistas más apropiados para aclarar cada caso.
Obviamente, eso, que sería lo deseable en el caso de todos los profesionales, resulta poco menos que imposible para aquéllos que, aunque ello conlleve sacrificar la verdad al negocio, han convertido la divulgación de lo paranormal en un modo de vida o carecen de escrúpulos para poner su imagen y su voz al servicio de la anticiencia. Ante estos casos, muestra evidente de la falta de ética profesional que caracteriza a una parte de la profesión periodística, poco se puede hacer.
Referencias
[1] Johnson, DeWayne B. Flying saucers over Los Angeles. The ufo craze of the 50’s. 1ª ed. Kempton: Adventures Unlimited Press, 1998; 280 pp. (El manuscrito original data de 1950, pero no fue publicado hasta su hallazgo por parte del ufólogo Kenn Thomas cinco décadas después.)
[2] Cantril, Hadley. La invasión desde Marte. Estudio de la psicología del pánico. Trad. de Carlos Reyles. 1ª ed. en español. Madrid: Revista de Occidente, 1942; 237 pp.
[3] Bartholomew, Robert E., y Howard, George S. Ufos & alien contacts. Two centuries of mystery. 1ª ed. Buffalo: Prometheus Books, 1998; 408 pp.
[4] Empleamos indistintamente en el texto platillo volante y ovni -en su origen un acrónimo que significa Objeto Volante No Identificado-, dado que ambas expresiones se consideran popularmente sinónimo de nave extraterrestre.
[5] Kusche, Lawrence David. The disappearance of Flight 19. 1ª ed. Nueva York: Harper & Row, 1980; 213 pp.
[6] Kusche, Lawrence David. El misterio del Triángulo de las Bermudas solucionado. Trad. de Carme Collell. 1ª ed. en español. Barcelona: Ediciones Sagitario, 1977; 320 pp.
[7] Benítez, Juan José. «Cristo resucitó. Sensacionales descubrimientos de la NASA». Mundo Desconocido, nº 20, febrero 1978; pp. 11-18.
[8] Rosal, Alex. «La ciencia confirma la veracidad de algunas experiencias místicas y apariciones marianas». La Razón, 18 de noviembre de 2000.
[9] La Universidad del País Vasco ha avalado y destinado fondos públicos a la organización de cursos de posgrado sobre homeopatía, a pesar de las bases anticientíficas de esta pseudomedicina.
[10] Toharia, Manuel. «Homeopatía y curanderismo». Diario 16. 22 de noviembre de 1992.
[11] Carl Sagan acuñó la denominación fabricantes de paradojas en su libro Cerebro de Broca (1974) para referirse a los ufólogos, parapsicólogos, adivinos, etcétera. La última obra que concluyó en vida el astrofísico, El mundo y sus demonios, es, sin duda, uno de los más preclaros textos sobre ciencia y pseudociencia publicados hasta la fecha.
Artículo publicado en Mediatika. Cuadernos de Medios de Comunicación, revista editada por la Sociedad de Estudios Vascos, en 2002 (Nº 8) y en Magonia el 15 de septiembre de 2003.