El legado de los Picapiedra

El médico peruano Javier Cabrera Darquea, 'descubridor' de las piedras de Ica. Foto: Ernesto Cabrera.
El médico peruano Javier Cabrera Darquea, ‘descubridor’ de las piedras de Ica. Foto: Ernesto Cabrera.

Javier Cabrera Darquea fue el heredero de los Picapiedra, el guardián del «más revolucionario y antiquísimo mensaje de que tenemos noticia» [Benítez, 1975]. El texto está grabado en más de 15.000 piedras de diversos tamaños que el médico peruano tenía apiladas en tres habitaciones del centro-museo de Ica, como pomposamente llamaba a su casa. Los cantos rodados de Cabrera son el único vestigio de un pasado remoto en el que el hombre cazaba dinosaurios, realizaba complejas operaciones quirúrgicas, surcaba los cielos a bordo de aves antediluvianas y escrutaba el firmamento a través de telescopios. Las piedras de Ica son, para algunos, el «más importante descubrimiento de esta humanidad». Su propietario estaba convencido de que demuestran que la Tierra albergó una avanzada civilización en el Mesozoico.

Todo empezó en 1966, cuando el médico recibió de un amigo «una pequeña piedra de color, en la que aparecía un extraño pájaro». El pisapapeles atrajo la atención de Cabrera, quien llegó a la conclusión de que el ave era un pterosaurio, representante de un grupo de reptiles voladores extinguido hace 65 millones de años. Preguntó a su amigo dónde había conseguido el pedrusco y éste le dijo que los grababan los campesinos de Ocucaje, un poblado próximo a Ica. Intrigado, consiguió dar poco después con los indígenas que vendían los cantos grabados y empezó a comprar todas las piedras que ponían ante sus ojos. Descubrió que los guijarros que le proporcionaba masivamente Basilio Uchuya podían ordenarse en series.

Una civilización tecnológica en el Mesozoico

Nueve años después, la biblioteca lítica estaba compuesta por cerca de 11.000 ejemplares, que constituían «la más estremecedora, rotunda y completa prueba de la existencia de otra civilización que pobló el planeta» en la época de los dinosaurios [Benítez, 1975]. Entonces, apareció en escena Juan José Benítez, reportero del rotativo bilbaíno La Gaceta del Norte. El periodista se sintió cautivado por Cabrera y por unas piedras que demostraban unos conocimientos «que han hecho palidecer nuestra soberbia civilización». Así, aprendió que de los huevos de dinosaurio salían larvas, que luego sufrían una metamorfosis -cual gusano de seda- y se convertían en tiranosaurios, brontosaurios o triceratops. Así, se sintió maravillado por los conocimientos médicos de los terrestres antediluvianos, capaces de realizar trasplantes de corazón, riñón, pulmón, hígado… y hasta cerebro. Así, supo que la desaparición de los lagartos terribles había sido causada por los hombres gliptolíticos -como llamaba Cabrera a los productores de piedras- y el choque contra nuestro planeta de dos de sus tres satélites, que provocó a su vez el hundimiento de Atlántida. Así, se enteró de que aquella civilización no sólo conocía la aviación, sino también de que había abandonado la Tierra en dirección a las Pléyades poco antes del cataclismo. Y el intrépido reportero volvió a España dispuesto a difundir a los cuatro vientos lo que con el tiempo se convertiría en uno de sus misterios favoritos.

Los hombres gliptolíticos eran, según los grabados, pequeños seres cabezones de largas narices, que sólo vestían taparrabos y cubrían sus cráneos con tocados de plumas. A pesar de ser capaces de realizar complicadas intervenciones quirúrgicas, los cirujanos mesozoicos ni usaban guantes ni cubrían sus rostros con mascarillas. Exploraban el cielo con telescopios, volaban a bordo de pájaros mecánicos y viajaban a otros planetas; pero, cuando declararon la guerra a los dinosaurios, lo hicieron sólo armados con primitivas lanzas y cuchillos. Su civilización fue planetaria y construyó las pirámides de Egipto «para captar la energía electromagnética», explicaba Cabrera. Los egipcios, aseguraba el médico, «carecían de los necesarios medios técnicos para mover y levantar una gran obra como la pirámide de Keops» [Benítez, 1975]. Sin embargo, ni en las pirámides aparecen enanos con tocados de plumas ni se han encontrado piedras similares a las de Ica en ningún otro rincón del planeta.

Fernando Jiménez del Oso cree que «hasta lo aparentemente absurdo puede ser realidad, y las piedras de Ica son una buena prueba de ello» [Jiménez del Oso, 1989a]. El visionario psiquiatra es capaz de justificar lo injustificable, hasta el uso de hachas y puñales en la caza de dinosaurios. «Tal aparente incongruencia -dice- puede explicarse de varias formas; entre otras, la muy simple de que una cultura que evoluciona en lo técnico no ha de recorrer forzosamente el mismo camino que otra, en tanto que los descubrimientos más significativos suelen deberse a la casualidad. De igual manera, también podría estarse aludiendo a un deporte o a un rito, tan discrónico como pueda ser hoy matar toros con un estoque cuando se dispone de ametralladoras» [Jiménez del Oso, 1989b; 23]. El fabricante de misterios pasa por alto que Cabrera describe la masiva matanza de dinosaurios como una guerra a muerte entre humanos y reptiles, en la que lo lógico hubiera sido que el hombre gliptolítico hubiera utilizado potentes armas y no cuchillos, hachas y lanzas.

Hombres luchando con dinosaurios, en una de las piedras de Ica. Foto: Brattarb.
Hombres luchando con dinosaurios, en una de las piedras de Ica. Foto: Brattarb.

La Tierra mesozoica del médico peruano no tiene nada que ver con la de la geología. El mundo de Javier Cabrera incluye Atlántida y Lemuria, y la consiguiente catástrofe planetaria. En el caso de las piedras de Ica, el cataclismo se produce al chocar contra el planeta dos de sus tres lunas. Benítez ha reivindicado la figura de Cabrera como precursor de la teoría científica según la cual la caída de un meteorito provocó la extinción de los dinosaurios hace 65 millones de años [Benítez, 1994]. El escritor afirma que el coleccionista de piedras se anticipó en años a Luis y Walter Álvarez, pero eso es mentira (1). El novelista mezcla churras con merinas para confundir a sus lectores y dar credibilidad a los disparates de Cabrera, quien dice que la caída de dos lunas –nunca de un meteorito- «contribuyó a la anulación del mecanismo reproductor de los reptiles». En lo único en lo que es precursor el médico es en llevarse la leyenda de Atlántida hasta la época de los dinosaurios y en poblar la Tierra de enanos narigudos, cuya avanzada civilización tampoco lo debía de ser tanto cuando dejó su mensaje toscamente plasmado en piedras.

Curiosamente, los guijarros con grabados más realistas son los que hacen referencia a los logros médicos de la civilización mesozoica. «Tal realismo en el dibujo de órganos como el corazón -dice Javier Sierra, director de la revista Más Allá-, no volveremos a encontrarlo en ninguna de las demás piedras, lo que ha hecho que no pocos sospechen que, puesto que Cabrera es médico, fuera él mismo quien mandara tallar esa serie desconcertante volcando en ella sus propias ideas» [Sierra, 1994]. Según comprobó el ufólogo turolense en marzo de 1994, hace unos diez años comenzaron a aparecer cantos rodados en los que se advierte de la promiscuidad homosexual como factor de riesgo a la hora de contraer enfermedades, como el sida, que debilitan el sistema inmunológico.

Grabados por encargo

«Entre los huaqueros de los alrededores de Lima (2), se dice que si le informas de tu profesión al médico de Ica, se excusará durante quince minutos y podrás escuchar el ruido de su torno de dentista en una habitación trasera antes de que regrese de las profundidades de su museo con una piedra tallada, que, por una extraña y en cierto modo artificial coincidencia, presenta un dibujo de alguien de un distante pasado ejerciendo tu profesión» [Randi, 1982]. La ironía de James Randi refleja lo que los arqueólogos saben desde hace años, que los indígenas del poblado de Ocucaje se sacan un dinero vendiendo a Cabrera y a los turistas piedras grabadas por ellos mismos.

Basilio Uchuya, Pedro Huamán, Aparicio Aparcana e Irma Gutiérrez, entre otros, han reconocido en repetidas ocasiones ser los fabricantes de los guijarros. Uchuya confesó en 1975 que llevaba diez años grabando piedras para Cabrera y aseguró que copiaba los motivos de revistas ilustradas. En aquel entonces, ni siquiera suscitó suspicacias en Benítez el hecho de que el campesino tuviera en su choza más de una veintena de pedruscos «idénticos a muchos de los que había visto pocas horas antes en el museo de Javier Cabrera». Lo único que le sorprendió es que no hubiera ninguna piedra de gran volumen. El reportero estaba convencido de que los habitantes de Ocucaje no podían haber hecho las piedras y, una vez más, estaba equivocado.

Varios españoles viajaron hasta el desierto peruano a finales de los años 70 para estudiar las piedras de Ica. Uno de los que regresaron de Perú con guijarros entre su equipaje fue Félix Ares, informático y actual presidente de ARP-Sociedad para el Avance del Pensamiento Crítico. A cambio de unas cuantas monedas, Uchuya graba desde hace años en pedruscos los motivos -dinosaurios, incluidos- que le piden los turistas, como pudo comprobar el propio Erich von Däniken. Sin embargo, el imaginativo hostelero suizo prefirió creer a Cabrera porque «las revistas publican fotografías de cosas reales, que existen. Pero los complicados motivos que presentan las piedras auténticas de Cabrera no responden a ninguna realidad fotografiable de este mundo» [Däniken, 1977]. Lo que no explica Däniken es por qué el ciclo biológico de los dinosaurios del médico peruano no tiene nada que ver con la realidad, cuál es la razón de que la ausencia de reptiles «no repertoriados por la ciencia o típicamente sudamericanos» [Pereda, 1995], y por qué los mapas del mundo son aberrantes y no se ha encontrado ningún otro vestigio de la civilización mesozoica. Ares, por su parte, conoció en Perú a uno de los principales suministradores de piedras de Cabrera, quien le dijo que los motivos los copiaba de revistas y que el médico limeño lo sabía.

Los falsificadores del pasado cifran entre 25.000 y 50.000 el número de piedras grabadas, aunque las únicas que se conocen son las que forman parte de la colección de Cabrera. «Lo cierto -dice Javier Sierra- es que al visitante ocasional apenas se le muestran unos pocos cientos» de piezas y la mayoría es, «contrariamente a lo que muchos todavía creen, de pequeño tamaño, fácilmente manejable y con un labrado que apenas supone problema alguno para cualquiera de los artistas locales» [Sierra, 1994]. De hecho, la industria lítica de Ocucaje proporciona a los modestos campesinos un sobresueldo desde hace casi 40 años. Javier Cabrera y su ilusoria civilización mesozoica son una sustanciosa fuente de ingresos.

Piedras auténticas y piedras falsas

«Sólo conozco una piedra grabada que puede ser auténtica. El resto, todos esos miles y miles, son falsas», apuntaba en 1974 Roger Ravínez, portavoz entonces del Instituto Nacional de Cultura de Perú [Benítez, 1975]. Seguro de que la historia de los cantos rodados mesozoicos era un cuento chino y de que «Cabrera deliraba», el arqueólogo basaba su veredicto en un estudio del estilo de los grabados y en «microfotografías de las incisiones». Juan José Benítez achacaba la actitud del experto al dogmatismo de la ciencia oficial, ya que Santiago Agurto, ex-rector de la Universidad de Ingeniería de Lima, había encontrado en 1962 dos guijarros grabados en sendas tumbas precolombinas de Ocucaje. El sensacionalista autor presentaba estos hallazgos como revolucionarios -«un punto clave en pro de la autenticidad de las piedras de Ica»- y censuraba la «funesta costumbre» de la arqueología de asociar los útiles encontrados en una tumba a los restos humanos de la misma. Volvía a meter la pata.

Para el periodista navarro, los guijarros labrados de Agurto eran la prueba definitiva de la autenticidad de la biblioteca lítica. Nada más lejos de la verdad. Estos dos cantos rodados se encontraron en tumbas, no provienen de los campesinos de Ocucaje, y muy posiblemente son auténticos, pero eso no quiere decir nada. Los motivos reflejados en estas dos rocas se corresponden con los típicos de culturas prehispánicas. No hay dinosaurios ni intervenciones quirúrgicas ni viajes espaciales; hay una flor estilizada y un pájaro. Así pues, en Ica existen guijarros grabados auténticos, con motivos característicos de las culturas locales, y otros falsos, plagados de seres antediluvianos.

Así presentó 'La Gaceta del Norte' en 1974 el primer reportaje de la serie dedicada a las piedras de Ica firmada por Juan José Benítez.
Así presentó ‘La Gaceta del Norte’ en 1974 el primer reportaje de la serie dedicada a las piedras de Ica firmada por Juan José Benítez.

Cabrera asienta su espectacular colección sobre una primera piedra, la que le regaló Félix Llosa en 1966. El guijarro pudo haber sido obra de Basilio Uchuya o un auténtico resto arqueológico. En este último caso, la desbordante imaginación del médico se habría encargado de convertir al ave en pterosaurio. Convencido de un hallazgo histórico, Cabrera habría acudido a los campesinos de Ocucaje para dar con nuevas piedras que confirmaran sus sospechas. A cambio de dinero, Uchuya y compañía las habrían grabado y habrían hecho realidad los sueños del médico. La evidencia a favor del fraude es tal que la posibilidad de engaño ha sido apuntada hasta por los representantes de la ufología más crédula [Sierra, 1994]. Así se explica, además, que Cabrera nunca dijera dónde está el yacimiento en el que hay más de un millón de cantos labrados. La razón es muy simple, tal depósito no existe.

En la segunda mitad de los años 70, las piedras de Ica dieron fama a Javier Cabrera dentro del submundo de lo paranormal, pero acabaron con su credibilidad profesional y arruinaron su vida familiar. Sus disparates le hicieron objeto del desprecio de los científicos y de las chanzas de la prensa, lo que le acarreó «desprestigio, burlas y soledad. Ica -explica Fernando Jiménez del Oso- es una pequeña ciudad provinciana y no podía quedar sin castigo el que uno de sus hasta entonces más eminentes ciudadanos fuera tema de portada en los diarios nacionales por motivos tan poco dignos de encomio. [En 1978,] su esposa le había abandonado, sus pacientes buscaron otro médico menos famoso y los hijos habían iniciado su particular diáspora. Me habló de ello con los ojos húmedos de la impotencia, tan indignado por aquel trato injusto como pudiera estarlo en su día Galileo» [Jiménez del Oso, 1989b]. No podía faltar la referencia al físico y astrónomo italiano, «ya que -como decía el difunto Isaac Asimov- es el santo patrón (¡pobre hombre!) de todos los chiflados autocompasivos» [Asimov, 1979].

Incisiones de hace dos días

El médico peruano repitió hasta la saciedad hasta su muerte, en diciembre de 2001, que tenía un informe científico de la Universidad de Bonn, que ratifica la autenticidad de las piedras. Sin embargo, el único que lo ha visto es Juan José Benítez porque Cabrera «nunca lo enseña» [Sierra, 1994]. Según recoge el periodista en Existió otra humanidad (1975), los expertos alemanes descubrieron una pátina de oxidación natural que cubría «la totalidad de la piedra» y que los grabados no eran recientes. Naturalmente, no sólo se ignora si Cabrera envió a Bonn guijarros con dinosaurios o auténticos restos arqueológicos prehispánicos, sino que tampoco existe ninguna prueba de que tal análisis se haya efectuado alguna vez. Por si fuera poco, todos los exámenes científicos realizados a espaldas de Javier Cabrera han dado resultados negativos.

Cuando un equipo de la BBC visitó Ica con la intención de filmar algunas escenas para el documental The case of the ancient astronauts, el médico no les permitió rodar en el centro-museo ni quiso hablar sobre los controvertidos cantos rodados. Sin embargo, les regaló lo que él calificó de genuino guijarro de millones de años de antigüedad. Poco después, la roca era analizada en el Instituto de Ciencias Geológicas de Londres, cuyos técnicos llegaron a la conclusión de que «los aguzados y relativamente limpios bordes de las incisiones son notables, una característica que no puede preservarse durante mucho tiempo de la erosión en condiciones normales». Los expertos británicos añadieron que el labrado de la imagen se había realizado «con posterioridad» al proceso de oxidación que había vuelto la roca de color marrón [Story, 1980]. El pedrusco podía ser mesozoico; pero los grabados eran recientes. El equipo de televisión no se sorprendió ante el fiasco, ya que sabía de la actividad artística de Basilio Uchuya. En Ocucaje, el campesino había enseñado a los periodistas británicos una foto del almacén de piedras de Cabrera con una dedicatoria, en la que el médico le agradecía su condición de proveedor de piedras.

Más recientemente, «dos exámenes realizados en España en 1993 y 1994 sobre algunas muestras importadas desde Perú han dado resultados negativos, mostrando que [las piedras] fueron elaboradas con lijas, sierras y ácidos. Pero ¿por quién y para qué?», se preguntan todavía algunos [Sierra, 1994]. El propio Cabrera reconocía en 1974 que los campesinos de Ocucaje habían comenzado «a fabricar algunas de esas grabaciones. Pero puedo asegurarte -decía a Benítez- que no pasarán de 20 ó 40. Y todas ellas están en manos de personas conocidas. En todas, además, se adivina inmediatamente que el grabado es falso» [Benítez, 1975]. El método del médico para detectar las piedras auténticas era tan sencillo como destructivo: tiraba el guijarro al aire y, si se rompía en mil y un pedazos, es que era auténtico. Cómo había llegado a esa conclusión, nadie lo sabe.

No importa que los textos de la biblioteca lítica de Ica sean inconsistentes y disparatados, que no se hayan encontrado restos similares en ningún otro lugar del planeta, que los campesinos de Ocucaje fabriquen guijarros grabados a cambio de dinero, que los análisis científicos hayan sacado a la luz las falsificaciones… Para los vendedores de misterios, las piedras de Ica siguen siendo uno de sus enigmas favoritos; para los arqueólogos y paleontólogos, son «falsificaciones bastante evidentes», cuya errónea interpretación da lugar a «auténticas barbaridades», como convertir al hombre en coetáneo de los dinosaurios, cuando nos separan 60 millones de años.

El misterio de Acámbaro

Figuras de Acámbaro, en el Museo Walderman Julsrud. Foto: Brattarb.
Figuras de Acámbaro, en el Museo Walderman Julsrud. Foto: Brattarb.

Treinta años antes que Cabrera, un comerciante alemán cayó en las garras de los espabilados campesinos de la localidad mexicana de Acámbaro. Waldemar Julsrud reunió entre 1945 y 1952 más de 30.000 misteriosas figuras de arcilla. Aunque algunas correspondían a culturas prehispánicas, había otras con fantásticos y grotescos animales: cuadrúpedos con cuello y cabeza de pájaro, bípedos con cráneo de lagarto y cresta dorsal, serpientes con patas y cuernos, y un largo etcétera de seres imposibles.

No se sabe a ciencia cierta cómo llegaron las primeras figuras a manos del coleccionista. En uno de los escasos reportajes escritos sobre el tema, Jiménez del Oso advierte que existen dos versiones acerca del descubrimiento de las piezas de arcilla, ocurrido en 1945. Según una de ellas, Julsrud encontró varias figuras que habían quedado al descubierto por la lluvia en el cerro del Toro; según la otra, las halló cuando excavaba en las proximidades de su casa. Entonces -y aquí concuerdan las diferentes versiones-, pidió al albañil Odilón Tinajero y a otros vecinos de Acámbaro que, a cambio de uno o dos pesos por ejemplar, le facilitasen todas las piezas arqueológicas que encontraran. Y el comerciante se hizo con más de 30.000 estatuillas de barro, «amén de otro tipo de objetos, como puntas de flecha, figuras de la cultura chupicuaro, máscaras, piedras de jade, pipas de barro y algún que otro resto fósil» [Jiménez del Oso, 1993].

El arqueólogo Antonio Pompa sospecha que los campesinos «tomaron el pelo» a Julsrud, un ignorante en historia precolombina. Cree que las primeras figuras sí eran auténticas, pero «las demás las hicieron los alfareros». Jiménez del Oso, sin embargo, no es capaz de ver la diferencia entre los grotescos seres salidos de la imaginación de los campesinos y las obras de la cultura local; pero ¿qué rigor se le puede exigir a alguien que cree que un cuadrúpedo con cabeza de pájaro y un ser de largas patas que repta sobre su panza «parecen sacados de un libro de paleontología»? [Jiménez del Oso, 1993]. Cuando se mete a historiador, el psiquiatra se hace eco de todo tipo de disparates, desde las teorías del propietario de las figuras hasta las de un supuesto experto ruso. Para Julsrud, los autores de las imágenes fueron los atlantes; para el historiador ruso, «cabe la posibilidad de que en aquella parte de América los saurios del Mesozoico hubieran pervivido hasta el punto de que el hombre llegara a reconocerlos». Sólo hay dos inconvenientes: ni la mítica Atlántida existió, ni los primeros hombres americanos compartieron hace 13.000 años su espacio vital con dinosaurios.

Aunque es evidente que en Acámbaro no hay nada que pueda turbar a los historiadores, Jiménez del Oso y sus seguidores se han dedicado a dar crédito a «figuras de las más altas cotas de aberración paleontológica, monstruos de apariencia quimérica, construcciones irrealizables, referencias de visitas extraterrestres a nuestro planeta y hasta aparentes informes cósmicos» [Delgado, 1994]. Haciendo gala de una aparente seriedad, se presentan como honrados investigadores que no se explican quién moldeó las figuras, por qué y cuándo. El móvil del engaño perpetrado por los indígenas fue el mismo que en Ica, el dinero que también anima a los autores sin escrúpulos a dar crédito a todo tipo de disparates.

¿Paseó el hombre con los dinosaurios?

Tanto Benítez como Jiménez del Oso -los dos vendedores de fantasía más representativos del mundillo pseudocientífico español- apuntan en sus trabajos la existencia de vestigios paleontológicos que confirman que una Raquel Welch prehistórica, vestida con biquini de piel, pudo despertar el apetito de los dinosaurios hace 65 millones de años. El psiquiatra decía en 1989 haber encontrado restos humanos en estratos mesozoicos del desierto de Ocucaje. A pesar de que él mismo advertía que habían «pasado mucho años» desde su época universitaria como para ser tajante, no dudaba en anunciar a bombo y platillo que, «hombre o prehomínido, aquella criatura, situada en ese lugar y en ese tiempo, es tan desestabilizadora para la paleontología actual que obliga a escribir de nuevo la historia del pasado remoto del planeta» [Jiménez del Oso; 1989]. Tal alarde de inmodestia obliga a preguntarse cómo es que, años después, el barbudo estudioso sigue sin recibir el premio Nobel o pasar a los libros de paleontología. ¿No será que estamos ante otra mentira económicamente rentable?

Erich von Däniken afirma que la teoría de Darwin «ha cegado a generaciones enteras de paleontólogos y antropólogos» [Däniken, 1977]. El autor suizo coincide con Benítez en que existen huellas de pies humanos junto a rastros de dinosaurios en estratos de más de 70 millones de años de antigüedad. Así, el novelista navarro calificaba en 1975 de «trascendental» el descubrimiento, en la localidad soriana de Navalsaz, de una pisada humana petrificada junto a otras de lagartos terribles, «otro testimonio de la convivencia entre el hombre y los dinosaurios» [Benítez, 1975]. La ciencia, sin embargo, ha prestado poca atención a este tipo de aseveraciones. Los especialistas las consideran simples estupideces, confiesa Eustoquio Molina, paleontólogo de la Universidad de Zaragoza preocupado por el auge de la pseudociencia [Molina, 1995].

El lecho del río Paluxy, en Texas (EE UU), es punto de referencia obligado cuando se habla de una humanidad como la plasmada en los dibujos animados de Hanna y Barbera. Allí, «hay cientos de pisadas de saurios de diversas especies. Entre ellas y junto a ellas, aparecen siempre numerosas pisadas de pies humanos de gran tamaño» [Däniken, 1977]. El autor de Recuerdos del futuro (1968) asegura que para hallar la totalidad de las huellas sólo hubo que guiarse «por el sentido de la marcha del dinosaurio, así como la del hombre en seguimiento del mismo». Las pisadas humanas se corresponden, según el astroarqueólogo (3), con las huellas de seres gigantescos y echan por tierra la teoría de la evolución. Däniken añade, además, que existen vestigios similares en Kentucky, donde en monte Vernon las huellas reproducen «a la perfección unos pies humanos», y en Utah, donde la suela de un zapato aplasta un trilobites en un estrato de hace 500 millones de años.

Zapatillas de tenis precámbricas

Una piedra de Ica con una operación de cerebro. Foto: Brattarb.
Una piedra de Ica con una operación de cerebro. Foto: Brattarb.

Los hallazgos de Däniken son, sin embargo, bastante menos revolucionarios que los de la ciencia oficial. William F. Tanner, geólogo de la Universidad de Florida, anunció en un congreso de paleontología en 1984 que se habían encontrado dos huellas de zapatillas de tenis en estratos precámbricos, correspondientes a hace 2.700 millones de años, situados en la bahía del Hudson, en Canadá. El científico, lejos de proclamar a gritos el derribo de la teoría de la evolución, se molestó en estudiar las pruebas sobre el terreno. Se trata de dos huellas paralelas de apariencia humana, que distan 20 centímetros. En los alrededores, no existe ningún otro rastro y las punteras de los zapatos, curiosamente, apuntan en sentidos opuestos. Además, las imágenes son planas, están muy claramente delimitadas y sobresalen del suelo, igual que otras circulares, ovales y de diferentes formas que Tanner había encontrado en rocas del Pérmico de Nevada y Nuevo México. «Algunas son lo suficientemente grandes y tienen la forma precisa para parecer suelas de zapatos. Pero basta una inspección informal para ver que tienen que tener otro origen» [Tanner, 1984].

Estas siluetas son de un material más resistente que el circundante, lo que explica la menor erosión, que se adentra en la roca hasta una profundidad equivalente a la de su diámetro superficial. «Una explicación razonable -apunta Tanner- es que hayan sido hechas por una fuga de agua durante la compactación y cementación temprana». El experto estadounidense aboga por un origen geológico para los zapatos de tenis antediluvianos, así que no es nada extraño que pueda haber incrustado un trilobites en uno de ellos. Claro que siempre cabe la posibilidad de que el hombre de aquella época fuera descalzo por la vida y eso es lo que sostiene Däniken en el caso del lecho del Paluxy, un terreno cretácico de hace 100 millones de años.

El astroarqueólogo ve en el río seco de Texas -«estuve allí y tuve ocasión de contemplar ese extraordinario descubrimiento paleontológico» [Däniken, 1977]- un hombre tras un dinosaurio; pero es mentira. No hay un rastro humano, sino unas supuestas pisadas que no son tales ni responden a ningún orden, cosa que sí hacen las de los dinosaurios. Tanner las llama siluetas con forma de pie. Tienen entre 12 y 44 centímetros de largo y en algunos casos son consecuencia de la erosión en un terreno compuesto por materiales de diversa dureza. En el lecho del Paluxy, hay centenares de agujeros producto de la erosión, pero los buscadores de misterios sólo se quedan con los que parecen un pie humano. Aún así, explica el geólogo, entre las seleccionadas, hay huellas humanas de todos los tamaños y formas, pero no hay dedos ni empeines dibujados en la roca. Las pisadas que no se deben a procesos erosivos «fueron producidas por dinosaurios carnívoros que dejaron una gran impresión metatarsal» [Lockley, 1993].

El paleontólogo aficionado Glen Kuban demostró en 1989, cuando era un estudiante de biología de fe creacionista (4), que algunos de los pies del río Paluxy son en realidad parte de la planta de tres dedos de un dinosaurio. «Algunas pretendidas huellas humanas de Glen Rose -explica- no se distinguen de huellas metatarsales de dinosaurios, cuyas impresiones digitales han desaparecido rellenadas por el barro, a causa de la erosión o debido a otros factores. Otras depresiones alargadas de Glen Rose incluyen figuras producto de la erosión y posibles marcas de colas, algunas de las cuales también han sido confundidas con huellas humanas» [Kuban, 1989].

La paleontología y la arqueología han prestado escasa atención a los supuestos vestigios y pisadas humanas de hace más de 65 millones de años. No en vano, los primeros homínidos aparecieron en Africa oriental hace unos 3 millones de años. A pesar de eso, algunos científicos se han molestado en bucear en el proceloso mar de la charlatanería para poner las cosas en su sitio. Lamentablemente, también hay quien predica la estupidez en la propia universidad cuando intenta sentar cátedra en materias que no propias son de su especialidad. En 1981, el autor tuvo oportunidad de conocer a uno de estos últimos. Cuando estudiaba en la Universidad de Deusto, un profesor de Historia del Arte zanjó un debate sobre las piedras de Ica apelando a su amistad con Javier Cabrera. El educador, un jesuita de avanzada edad, hizo oídos sordos a los argumentos contrarios a la existencia del hombre gliptolítico y no se atrevió a desautorizar al médico peruano ante los alumnos, muchos de los cuales se dedican ahora a la enseñanza y puede que crean que el hombre convivió con los dinosaurios.

Notas

(1) En 1956, M.W. de Laubenfels propuso en el Journal of Paleontology la posibilidad de un impacto meteorítico como causa de la extinción de los dinosaurios. Como no hay extraterrestres de por medio, Benítez ignora al paleontólogo de la Universidad de Oregon y hace un encendido elogio del sacamuelas peruano.

(2) En Perú y Ecuador, se llama huaquero al individuo que excava en los cementerios precolombinos para extraer el contenido de las tumbas y venderlo a turistas o coleccionistas.

(3) La astroarqueología es la pseudociencia que propugna la existencia de visitas extraterrestres en la antigüedad. Las pruebas del encuentro entre alienígenas y seres humanos se hallarían diseminadas por todo el planeta en forma de libros sagrados, objetos enigmáticos y monumentos grandiosos. El más famoso de los astroarqueólogos es Erich von Däniken.

(4) Los creacionistas consideran que la historia del hombre está escrita en la Biblia y rechazan la teoría de la evolución. Durante más de 40 años, las huellas impresas en el lecho del río Paluxy a su paso por Glen Rose fueron uno de los argumentos favoritos de los fundamentalistas evangélicos estadounidenses hasta que Glen Kuban, también creacionista, investigó el fenómeno sin dejar que sus creencias influyeran en el trabajo científico.

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Reportaje publicado en La Alternativa Racional en 1995 y en Magonia el 7 de octubre de 2003.