El expreso Rías Altas acababa de salir de la estación de Santiago de Compostela el 5 de mayo de 1988 cuando, hacia las 23 horas, arrolló a un hombre a su paso por el barrio santiagués de Boisaca. Caminaba por las vías de espaldas al tren e ignoró las señales acústicas, según el maquinista. El cuerpo quedó seccionado y no hubo manera de identificar a la víctima: no llevaba documentación y sus huellas dactilares no coincidían con ninguna existente en los archivos policiales que se consultaron entonces. Fue el de El Caminante de Boisaca un suceso más sin resolver hasta que dos jóvenes periodistas esotéricos, Iker Jiménez y Lorenzo Fernández, le echaron el ojo.
Para estos reporteros, que accedieron en 1996 al expediente policial y publicaron la historia en la revista Enigmas, la apariencia del fallecido habría resultado muy extraña a cualquiera que le hubiera visto con vida. Decían que era un joven que tenía una cabeza «muy voluminosa», «dentición completa con algunas piezas afiladas y salientes», y las orejas «absolutamente planas, rotadas hacia adelante y sin pliegue alguno en el pabellón auditivo externo». Aseguraban que «prestigiosos psiquiatras» que habían visto fotos del rostro deformado por el impacto del tren sostenían que sus rasgos eran «propios de enfermos psíquicos profundos».
Los dos periodistas descartaban cualquier explicación convencional sobre el origen del hombre y la causa del atropello. «Las hipótesis lógicas fallan en su totalidad, y muchas personas conocedoras del caso se han planteado otras que pudieran parecer más fantásticas», escribían ocho años después de los hechos. «No podemos reprimir la tentación de añadir una hipótesis más por aventurada que parezca: se trata de un salto en el tiempo y en el espacio». Es decir, el muerto era para ellos un viajero del tiempo, algo en lo que se reafirmó en 1999 Iker Jiménez en su libro Enigmas sin resolver.
Análisis forense
El periodista resucitó a El Caminante de Boisaca en 2006 en Cuarto milenio, con una recreación del suceso que concluía llamando la atención sobre el hecho de que el joven había actuado «como si nunca hubiese visto un tren, como si viniese de otro tiempo o de un mundo distinto». El rostro de la víctima revelaba al forense José Cabrera, a partir de ese momento un habitual del programa de Cuatro, que podía tratarse de un deficiente psíquico que había vivido encerrado durante años. «Todo esto -dijo respecto al retrato robot- da la sensación de que es un retraso mental congénito».
En octubre pasado y gracias a las huellas dactilares, la Policía identificó el cadáver del infortunado como el de Óscar Ortega, un joven de 22 años, normal y corriente, que preparaba unas oposiciones cuando desapareció. Un día de la primavera de 1988, salió de su casa de Castelldefels y dejó a su madre una nota en la que le decía que se iba de vacaciones. Nunca volvió, y su trágica muerte fue objeto de disparatadas especulaciones durante años.
Reportaje publicado en el diario El Correo y en Magonia el 4 de agosto de 2009.