Dos meses y medio después del bombardeo de Pearl Harbor, a las 2.15 horas del 25 de febrero de 1942, los radares militares de Los Ángeles detectaron un tráfico no identificado sobre el Pacífico a unos 220 kilómetros al oeste de la ciudad. La inteligencia naval había avisado del riesgo de un inminente ataque japonés, había habido una falsa alarma horas antes y, en la tarde del 23 de febrero, un submarino japonés había cañoneado un campo petrolífero cercano a Santa Bárbara. Así que se alertó a las baterías antiaéreas y a los pilotos del 4º Comando de Interceptores -ningún avión llegó a despegar-, mientras los radares seguían al objeto, que volaba hacia Los Ángeles.
Cuando, seis minutos después del primer contacto, el intruso se encontraba a pocos kilómetros de la costa, las autoridades militares ordenaron un apagón en la ciudad y sus alrededores. Y, a las 3.16 horas, los cañones de la 37ª Brigada de Artillería Costera abrieron fuego contra el objeto no identificado. En total, dispararon 1.400 proyectiles durante una hora. Ninguno dio en el blanco. A las 7.21 horas, se levantó la alerta con varios edificios dañados por el fuego amigo, tres muertos en accidentes de tráfico y otros tres de ataque al corazón.
Versiones contradictorias
«El Ejército dice que la alarma fue real», titulaba a toda plana Los Angeles Times al día siguiente. Como otros diarios, pedía explicaciones a las autoridades. Y es que no estaba claro lo que había pasado: «En dos declaraciones oficiales, emitidas mientras el secretario de Marina (Frank) Knox atribuía en Washington la actividad a una falsa alarma y a la tensión nerviosa, el Mando (de Defensa Occidental del Ejército) confirmaba y reconfirmaba en San Francisco la presencia de aviones no identificados en el sur de California», se leía en la primera página del diario angelino.
El general George Marshall, jefe del Estado Mayor del Ejército, creía que el incidente había sido causado por aviones comerciales empleados por el enemigo para extender el pánico entre la población. Al final, el secretario de Guerra, Henry L. Stimson, concluyó que entre uno y cinco aparatos japoneses habían sobrevolado Los Ángeles procedentes de aeródromos secretos de California o México, o de submarinos. La discrepancia entre Marina y Ejército llevó a los principales medios de comunicación a despacharse a gusto.
The Washington Post apuntaba el 27 de febrero que la teoría del Ejército lo explicaba todo, «excepto de dónde venían los aviones, a dónde se dirigían y por qué no se mandaron cazas estadounidenses en su persecución». Un día después, The New York Times hurgaba en la herida: «Si las baterías antiaéreas dispararon sobre nada, como sostiene el secretario Knox, es un signo de cara incompetencia y de nerviosismo. Si dispararon contra aviones, algunos que volaban tan bajo como 2.700 metros, como mantiene el secretario Stimson, ¿por qué fueron totalmente ineficaces? ¿Por qué no se mandaron aviones estadounidenses a perseguirlos o identificarlos? ¿Qué hubiera pasado si hubiera sido un ataque aéreo de verdad?».
«Sinfonía de ruido y color»
El coronel de artillería John Murphy fue testigo de la batalla. Los disparos le despertaron cuando dormía en un hotel a cuya azotea subió para ver qué pasaba. «Era una hermosa noche de luna, pero la magnificencia de la Luna quedaba eclipsada por el brillante resplandor de los cañones de 90 milímetros y de 3 pulgadas escupiendo fuego a los cielos, los fogonazos y el ruido de los proyectiles explotando, la delicados trazos rojos y verdes de los obuses de 40 y 50 milímetros arqueándose perezosamente a través de los cielos, y la incandescencia brillante de los reflectores, de aquí para allá, arriba y abajo», recordaba en 1949 en el Antiaircraft Journal.
Vio lo mismo que decenas de miles de civiles. «¡Una bella imagen, un gran espectáculo! ¿Pero a qué estaban disparando?», se preguntaba retóricamente el militar en la revista de la artillería siete años después. Para él, estaba claro: «La imaginación podría fácilmente haber revelado muchas formas en el cielo en medio de esa extraña sinfonía de ruido y color. Pero la fría objetividad no descubrió en el cielo ningún avión de cualquier tipo, amigo o enemigo. Y, de repente, se hizo el silencio y sólo la luz de la Luna aliviaba el sombrío panorama de una ciudad totalmente a oscuras». Cuando llegó al cuartel de la 37ª Brigada de Artillería Costera, «nadie sabía exactamente lo que había ocurrido».
Junto con el general Jacob Fickel y el coronel Samuel Kepner, Murphy entrevistó a 60 testigos civiles y militares para intentar esclarecer los hechos. Los resultados fueron sorprendentes: la mitad había visto aviones; la otra mitad, nada. Un piloto «describió diez aparatos en formación de V». Un artillero, «muchos aviones»; su compañero, ninguno. La conclusión de los investigadores fue que todo había comenzado cuando alguien creyó ver un globo -«Por supuesto, visualizó un zepelín japonés o alemán»- y, «una vez que empezó el fuego, la imaginación creó todo tipo de objetivos en el cielo y todos se sumaron al combate». El objeto no identificado que provocó la alarma fue, según Fickel, Kepner y Murphy, un globo meteorológico lanzado por los propios militares poco antes, dictamen en el que coincidieron en 1983 expertos de la Oficina de Historia de la Fuerza Aérea, que también destacaban cómo los japoneses habían negado tras la guerra haber llevado a cabo una incursión aérea aquella noche en la región de Los Ángeles.
La mejor prueba de la presencia de algo extraño sobre California aquella noche es una foto publicada por Los Angeles Times en la que la luz de los proyectores parece confluir en un objeto entre las descargas antiaéreas. Sin embargo, en otra instantánea en la que las luces de los focos no confluyen, sólo se ven en el cielo las detonaciones y los haces de los reflectores. Además, Scott Harrison, fotógrafo del periódico angelino, ha descubierto recientemente que la imagen con el objeto está tan retocada -con algunos haces remarcados con pintura blanca y otros borrados para que quedara bien en el diario-, que, «con los estándares actuales, no se habría publicado».
Platillos volantes
La película Invasión a la Tierra (Battle: Los Angeles), que se estrena el próximo viernes en España, toma este episodio bélico como punto de partida de un ataque alienígena a escala planetaria. Lo que, en la ficción hollywoodiense, ocurrió el 25 de febrero de 1942 es que naves extraterrestres sobrevolaron la ciudad californiana para preparar una posterior invasión. «Decidimos que todas las apariciones anteriores de ovnis, incluyendo la de aquella noche, eran misiones de reconocimiento… Preparaban el terreno para la invasión de fuerzas desconocidas», explica el productor Ori Marmur.
Nadie hace 69 años pensó que la alerta estuviera relacionada con extraterrestres porque, entre otras cosas, los primeros platillos volantes no se vieron en los cielos de Estados Unidos hasta junio de 1947. La batalla de Los Ángeles se incorporó al folclore ovni en la segunda mitad de los años 60, pero su ascenso al Olimpo de los avistamientos masivos de posibles naves de otros mundos no llegó hasta 1987 en la revista Fate. A partir de ese momento, los ufólogos más chiflados -los mismos que sostienen que en una base secreta de Nevada hay cadáveres de alienígenas y que somos víctimas de experimentos de hibridación- se apropiaron del suceso, minimizando el contexto histórico e ignorando, como otras muchas veces, que estaba explicado desde casi el día después.
Aquella noche de la Segunda Guerra Mundial en la que un globo meteorológico disparó todas las alarmas en el sur de California hubo, no obstante, mucha gente con motivos para alegrarse. «Los habitantes de Los Ángeles tuvieron que sentirse muy felices. Tenían confirmación visual y sonora de que estaban bien protegidos. ¡Y los artilleros antiaéreos estaban felices! Habían disparado más proyectiles que los que les habrían autorizado en diez años de prácticas en tiempo de paz», escribía el coronel Murphy en 1949. Y todo porque los nervios llevaron a un artillero a abrir fuego precipitadamente.
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Submarinos japoneses en la costa californiana
Siete submarinos japoneses habían empezado a patrullar la costa pacífica de Norteamérica tras el bombardeo de Pearl Harbor, del 7 de diciembre de 1941, que metió a Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial. A última hora de la tarde del 23 de febrero de 1942, uno de ellos cañoneó el campo petrolífero de Ellwood, cerca de Santa Bárbara (California). Este ataque, protagonizado por el sumergible I-17 del comandante Kozo Nishino, y la batalla de Los Ángeles sirvieron de inspiración a Steven Spielberg para su comedia 1941 (1979), en la cual John Belushi interpreta a un piloto de caza que persigue aviones japoneses por todos lados.
El bombardeo de Ellwood se saldó con la destrucción de una torre de perforación, una sala de bombas y una pasarela. Fue un incidente menor. Sin embargo, sirvió de pretexto para el internamiento de los estadounidenses de origen japonés, puso en alerta a los militares y llevó a la costa occidental de EE UU el miedo a un inminente ataque que acabaría provocando, a la noche siguiente, la batalla de Los Ángeles. Después de la madrugada del 25 de febrero, los submarinos japoneses siguieron atacando barcos y bombardeando instalaciones costeras.
Reportaje publicado en el diario El Correo y en Magonia el 1 de abril de 2011.