Banachek, un mago entre parapsicólogos

Banachek, con dos cubiertos doblados delante del fotógrafo durante su reciente visita a Bilbao. Foto: Borja Agudo.
Banachek, con dos cubiertos doblados delante del fotógrafo durante su reciente visita a Bilbao. Foto: Borja Agudo.

«No hay nada paranormal en lo que hago», dice Banachek. En la mesa, una cuchara retorcida, un tenedor doblado y otro con un diente separado del resto unos 40 grados. Inutilizados por arte de magia. Estaban como nuevos cuando los ha cogido de una mesa del NH Deusto, el hotel donde se aloja durante su fugaz visita a Bilbao dentro de una gira por clubes de ilusionistas españoles. Es martes. Ayer estuvo en Oviedo; mañana viaja a Valladolid. Esta noche actúa a puerta cerrada para sus colegas vascos, a los que asombrará y enseñará trucos en el cuartel general del Mago Oliver.

Steve Shaw -su nombre real- nació en Middlesex (Reino Unido) en noviembre de 1960, se crió entre Sudáfrica y Australia, y en 1976 se estableció en Estados Unidos. Es mentalista. Simula habilidades fantásticas como la adivinación, la telepatía, la telequinesis y la mediumnidad. Considerado uno de los mejores en su especialidad, diseña ilusiones para Penn & Teller, Criss Angel y David Blaine, entre otros. Además, es el director del reto paranormal de la Fundación Educativa James Randi, que ofrece desde 1996 un millón de dólares a quien demuestre poderes sobrenaturales en condiciones controladas, sin trampas ni trucos de magia.

«Recibimos muchas solicitudes, pero muy pocas pasan los filtros preliminares», admite. Hay personas que creen tener poderes extraordinarios y no entienden que les pongamos condiciones para que la demostración sea científicamente admisible; otros proponen auténticas locuras. «Un tipo me aseguró una vez: «Puedo impedir un terremoto antes de que ocurra». Le respondí: «Vale. ¿Cómo podemos probarlo?». Me dijo: «Predeciré cuándo va a haber un terremoto. Tú consultas con un auténtico adivino que valide mi predicción y, seis meses antes de la fecha, me concentro e impido el terremoto». Le expliqué que, si existiera algún auténtico adivino, ya se habría llevado el millón».

Shaw vivía en Sudáfrica cuando entró en contacto con la magia. Su madre se había divorciado de su padre, un ingeniero eléctrico que trabajaba para el Ejército estadounidense, antes de cumplir él un año. Se había vuelto a casar, había tenido otros dos niños, y los cinco se habían mudado de Reino Unido a Sudáfrica. Y un día la mujer desapareció. Abandonó a Steve y sus dos hermanos pequeños, que se quedaron a cargo de su padrastro. Cuando Uri Geller visitó el país en 1974 con su número de doblar cucharas y parar relojes, Steve tenía 14 años. «Recuerdo estar escuchando a Geller por la radio, coger una aguja entre mis dedos y que él decía: «¡Concentraos! ¡Concentraos! ¡Podéis doblarla!». Creí que había doblado la aguja. No mucho; sólo un poquito. Pero lo creí».

Su fe en el israelí duró poco. Después de una breve estancia con su padre biológico en Australia, adonde viajó animado por sus abuelos paternos, con quienes siempre había tenido contacto, se trasladó a Estados Unidos con su familia americana. Entró en el instituto, compaginó los estudios con varios empleos y cayó en sus manos The magic of Uri Geller (La magia de Uri Geller, 1975), un libro del ilusionista James Randi, ya entonces un popular cazacharlatanes. «Entonces supe que Geller usaba trucos de magia. Me puse a inventar mis propias maneras de doblar cosas y, en el instituto, mis compañeros acabaron robando cubiertos de la cafetería para que se los doblara». Creían que tenía poderes.

El proyecto Alfa

El mentalista estadounidense, en una actuación. Foto: Banachek.
El mentalista estadounidense, en una actuación. Foto: Banachek.

Poco después, escribía una carta a Randi en la que le aseguraba que, si se presentaba la oportunidad, podía hacerse pasar por psíquico y convencer a parapsicólogos de que tenía poderes. «No esperaba que me respondiera; pero lo hizo y me invitó a visitarle si pasaba alguna vez por Nueva Jersey, donde vivía entonces. Ahorré dinero y fui a visitarle. Resultó decepcionante. Randi no me pidió que doblara una cuchara ni que hiciera nada. Sólo quería conocerme, saber cómo era. Si se presentaba la oportunidad de engañar a parapsicólogos, él no me iba a enseñar nada y así luego podría decir: «Miren, este chico es autodidacta. ¿Se imaginan lo que hubiera sido capaz de hacer si yo le hubiera adiestrado?». Además, me pidió que no dijera a nadie que era mago para no quedar al descubierto si investigaban mi pasado». Shaw guardó el secreto en el instituto y pronto se presentó la oportunidad de demostrar sus habilidades en el laboratorio.

James S. McDonnell, presidente de la McDonnell-Douglas, era un creyente en lo paranormal. En 1979, donó medio millón de dólares a la Universidad Washington de San Luis (Misuri) para que pusiera en marcha el Laboratorio McDonnell de Investigación Psíquica. Su director, el físico Peter Phillips, anunció en los medios que querían investigar las capacidades psicoquinéticas, de alterar la materia con el poder de la mente. Recibieron 300 solicitudes de posibles candidatos. «Les escribí una carta diciéndoles que podía hacer lo que querían y me pidieron que les visitara -recuerda Banachek-. Días después, Randi me llamó para decirme que se iba a poner en marcha el Laboratorio McDonnell. Le conté que me habían aceptado en el proyecto. Y me dijo: «Me ha telefoneado otro joven mago al que también han aceptado. Se llama Michael Edwards». Cuando conocí a Mike en un aeropuerto, camino del Laboratorio McDonnell, conectamos inmediatamente».

Randi se ofreció a Phillips para asesorar a su equipo y, de paso, le recomendó una serie de medidas de control para las pruebas. Recibió la callada por respuesta. Entonces, puso en marcha con Shaw y Edwards, de 18 y 17 años, respectivamente, el proyecto Alfa. Su objetivo era demostrar que, por mucho dinero del que los parapsicólogos dispusieran, la calidad de sus investigaciones no mejoraría y que, además, no aceptarían la ayuda de magos y, por eso, serían engañados con simples trucos de ilusionismo.

Los jóvenes participaron en experimentos en el Laboratorio McDonnell durante unas 180 horas en tres años. «Al principio, hacíamos efectos con cosas muy pequeñas porque no sabíamos si había cámaras o nos estaban viendo de algún modo», recuerda Banachek. Pronto comprobaron que los controles eran casi inexistentes. «Nos dimos cuenta de que podíamos engañar a los científicos». Lo hicieron a lo grande. «Cada vez que les engañábamos, se lo contábamos a Randi con todo lujo de detalles. Dos o tres semanas después, él escribía una carta a Phillips explicándole que, si tuviera que hacer una cosa determinada -la que nos habían pedido a nosotros-, podría hacerla así, así y así. Describía exactamente cómo lo habíamos hecho Mike y yo, pero los parapsicólogos nunca cayeron en la cuenta del engaño».

Prodigios sin fin

Una vez le pidieron a Shaw que probara a alterar una cinta de vídeo con el poder de la mente. Se puso frente a la videocámara, se concentró mirando al objetivo y, de repente, los investigadores vieron en sus monitores un destello al que poco después siguió otro. «No me miraban. Miraban a sus pantallas. Mientras simulaba concentrarme, había deslizado una mano hasta el lateral de la cámara y jugado con el control de brillo». En otra ocasión, pusieron una serie de objetos metálicos en una mesa, los cubrieron con un acuario boca abajo y sellaron todo. Iban a dejarlos así una noche, vigilados por una cámara de fotos, para ver si Edwards y Shaw eran capaces de alterarlos con sus superpoderes. La cerradura de la puerta era buena, y Phillips llevaba la llave al cuello. «Dejamos una ventana abierta y, por la noche, Mike y yo entramos por ella, apagamos la cámara, levantamos el acuario, doblamos y revolvimos todo, encendimos la cámara y nos fuimos a dormir. A la mañana siguiente, Phillips me preguntó si había dormido bien. Le dije que no mucho, que había soñado que iba al laboratorio y todo se doblaba. Se fue y volvió gritando: «¡Ha ocurrido! ¡Ha ocurrido! ¡Has soñado con ello y todo se ha doblado!»».

Steve Shaw, Michael Edwards y James Randi, en pleno proyecto Alfa. Foto: Dana Feinman.
Steve Shaw, Michael Edwards y James Randi, en pleno proyecto Alfa. Foto: Dana Feinman.

Durante un experimento telepático, Edwards y Shaw fueron retados a adivinar los dibujos metidos en unos sobres cerrados. A cada uno de ellos le daban un sobre, le dejaban tenerlo un rato en las manos y después lo inspeccionaba un investigador para descartar cualquier manipulación. Entonces, el joven anunciaba su predicción. Acertaron muchas veces, aunque no el 100% porque hubiera resultado sospechoso. ¿Cómo lo hacían? Los sobres estaban cerrados con grapas. Las quitaban con las uñas con cuidado, echaban una ojeada dentro y las volvían a poner en su sitio. En una ocasión, a Edwards se le cayeron las grapas y, para evitar que le cazaran, abrió el sobre delante del experimentador para comprobar su predicción sin que el científico le llamara la atención por saltarse el protocolo. Hacían lo que querían.

Sus poderes fueron refrendados por otros parapsicólogos a los que visitaron durante aquellos tres años. «Berthold Schwarz fue más fácil de engañar que los científicos del Laboratorio McDonnell. Creía en cualquier cosa». Un día les contó que conocía a una mujer que sacaba fotos del cielo normales y corrientes, pero, cuando las revelaba, aparecían en ellas ovnis que eran invisibles al ojo humano. ««¿Podríais hacerlo?». Dije que sí. Siempre decía que sí a todo. No tenía nada que perder. Cogí la cámara y fotografié el cielo, unos coches, el aparcamiento… Cuando revelaron las fotos, Berthold vio en ellas a una mujer dando a luz, a Jesucristo y cosas así. Todo lo que yo había hecho era escupir en el objetivo sin que él se diera cuenta. Cuando Berthold me enseñó las fotos, yo también veía esas cosas. Era como buscar formas en las nubes».

Otro parapsicólogo, Otto Schmit, de la Universidad de Minnesota, compró unos relojes digitales baratos y les preguntó si podían alterarlos paranormalmente. Edwards sacó uno del laboratorio a hurtadillas a la hora de comer, lo metió dentro de un sándwich, pidió que se lo calentaran en el microondas, y el reloj se volvió loco. Schmitt lo consideró una prueba de los extraordinarios poderes de Edwards y Shaw.

Al descubierto

En julio de 1981, Randi lanzó dos rumores en una convención de magos en Pittsburgh. «Según uno, Mike, Randi y yo estábamos engañando a la gente del Laboratorio McDonnell; según el otro, Mike, Randi, la gente del Laboratorio McDonnell y yo queríamos engañar a toda la comunidad científica». Días después, los parapsicólogos se lo contaron, entre risas, a los dos jóvenes. «En ningún momento nos preguntaron si había algo de verdad en los rumores, lo que nos habría obligado a confesar».

Semanas más tarde, Randi se encontró con Phillips en la reunión anual de la Asociación Parapsicológica en Siracusa (Nueva York) y le pidió un vídeo con los prodigios de Edwards y Shaw que había entusiasmado a los asistentes al congreso. El mago envió al físico un detallado informe de los trucos que veía en la cinta. Phillips estrechó los controles sobre los jóvenes, se acabaron los milagros, y Randi destapó el pastel del proyecto Alfa en la revista Discover. Dos aprendices de mago habían engañado a la flor y nata de la investigación psíquica. «¡Randi ha hecho retroceder la parapsicología cien años!», lamentó Berthold Schwarz.

Reportaje publicado en el diario El Correo el 17 de noviembre de 2014 y en Magonia el 20 de noviembre de 2014.


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