Medio siglo de silencio. Cincuenta años han pasado desde que los físicos Giuseppe Cocconi y Philip Morrison, entonces en la Universidad de Cornell (Ithaca, Nueva York), propusieron intentar captar mensajes de radio de otros mundos. «La probabilidad de éxito es difícil de calcular; pero, si no buscamos, es de cero», concluían en un artículo publicado en la revista Nature el 19 septiembre de 1959. Desde entonces, se han llevado a cabo más de cien intentos, todos fallidos, de detectar esas emisiones de civilizaciones extraterrestres. Las señales de radio y televisión viajan por el espacio a la velocidad de la luz, unos 300.000 kilómetros por segundo. Eso implica que en un año recorren 9,4 billones de kilómetros, lo que se conoce como año luz. Como llevamos casi cincuenta años escuchando al cielo sin oír nada, cabe pensar que en un radio de 50 años luz de la Tierra no existe ninguna civilización alienígena o, por lo menos, ninguna que haya alcanzado nuestro nivel de desarrollo. «En un universo infinito, tiene que haber vida en alguna parte. Pero no cerca de nuestro planeta, porque habríamos visto sus programas de televisión», indicaba Stephen Hawking en enero del año pasado.
La búsqueda científica de inteligencias alienígenas (SETI, por su denominación en inglés) nació en un momento en el que parecía difícil que alguien se la tomara en serio. Después del descubrimiento de los canales marcianos por parte de Percival Lowell a finales del siglo XIX , los contactos por radio con extraterrestres de Marconi y Tesla a principios del XX, y las visiones de platillos volantes en Estados Unidos nada más acabar la Segunda Mundial, unir ciencia y estraterrestres resultaba embarazoso. Cocconi y Morrison, quienes no creían en el origen alienígena de los ovnis, destacaban en su artículo las implicaciones «filosóficas y prácticas» que tendría la detección de mensajes de radio extraterrestres y sugerían buscarlos en la frecuencia del hidrógeno, el elemento más común del Universo. Lo que ignoraban es que, a 530 kilómetros al suroeste de Ithaca, un joven astrofísico llamado Frank Drake, que años antes había llegado a esa misma conclusión, estaba a punto de intentar escuchar por primera vez a seres de otros mundos desde Virginia Occidental.
Drake bautizó la primera búsqueda sistemática de señales alienígenas como Proyecto Ozma, en honor a la reina del imaginario país de Oz. Se puso en marcha el 8 de abril de 1960. La antena del observatorio de Green Bank apuntó hasta junio durante 200 horas hacia Tau Ceti y Epsilon Eridani, dos estrellas de la edad del Sol que Cocconi y Morrison habían citado en Nature. Nada más iniciarse el rastreo, saltó la primera falsa alarma en la historia de SETI: un avión.
Tres años después, los astrónomos soviéticos Nikolai Kardashev y Gennady Sholomitskii anunciaron que habían captado una señal procedente de CTA-102 que atribuían a una civilización alienígena. Al final, CTA-102 resultó ser un cuásar, una fuente emisora de grandes cantidades de energía que todavía intriga a los científicos. En 1967, investigadores británicos captaron otra extraña emisión de un objeto que bautizaron como LGM-1, de Little Green Men (pequeños hombres verdes). No se trataba de un mensaje alienígena, como en principio creyeron, sino de un pulsar, los restos de una estrella colapsada, un cuerpo tan denso que una cucharada de su materia pesa como una montaña. La más famosa de todas las emisiones misteriosas es la señal Wow!, detectada el 15 de agosto de 1977 por un radiotelescopio de la Universidad del Estado de Ohio. Duró 72 segundos, no ha vuelto a escucharse y sigue siendo un enigma. Los científicos de SETI han descubierto los cuásares y los pulsares, pero no han dado con extraterrestres.
Si difícil es dar con una aguja en un pajar, más lo es con alienígenas en un Cosmos de una inmensidad sobrecogedora. La Vía Láctea, nuestra galaxia, es un disco de 100.000 años luz de diámetro y 10.000 años luz de espesor, formado por unos 100.000 millones de estrellas. ¡Y la Vía Láctea es sólo una de las 100.000 millones de galaxias que se calcula que hay en el Universo! Que nos encontremos con extraterrestres puede ser cuestión de tiempo, o no: es posible que estemos solos, que seamos los primeros, que las distancias entre civilizaciones resulten insalvables, que la inteligencia esté condenada a la extinción… Cualquiera de éstas puede ser la solución a la paradoja formulada en 1950 por el físico Enrico Fermi, uno de los padres de la bomba atómica, al preguntarse cómo puede explicarse en un universo presuntamente repleto de seres inteligentes que no hayamos encontrado pruebas de su existencia.
Mensajes a otros mundos
¿Convendría responder a un mensaje alienígena, decir que estamos aquí? Es demasiado tarde para la cautela, para optar por el silencio ante el riesgo de que ahí fuera haya extraterrestres con malas intenciones. Llevamos más de siete décadas dando señales de vida, desde que se retransmitió por televisión en 1936 la inauguración de los Juegos Olímpicos de Berlín con Hitler en el palco. El escritor de ciencia ficción Arthur C. Clarke (1917-2008) descartaba hace diez años que hubiera alguna civilización extraterrestre en nuestro vecindario cósmico basándose en la calidad de nuestros programas de televisión, que llevan décadas viajando por el espacio a la velocidad de la luz. Decía que, si no había venido ya una patrulla policial alienígena a darnos un toque por llenar de basura el espacio, es que nadie había visto nuestros «programas de debate idiotas, informes de tráfico y meteorológicos interminables, entrevistas con víctimas de delitos menores, televangelistas vociferantes vendiendo diferentes marcas de salvación y desfiles de moda con modelos medio muertas de hambre con ropa horrible». Piense la próxima vez que se siente ante el televisor que cualquier programa de cotilleo o reality show puede ser nuestra tarjeta de visita ante seres de otros mundos.
El primer mensaje intencionado al espacio se mandó el 16 de noviembre de 1974 desde el radiotelescopio de Arecibo, construido en la selva de Puerto Rico y dependiente de la Fundación Nacional para la Ciencia de EE UU. El saludo tenía como destino M13, un cúmulo de estrellas situado a 25.000 años luz. Fue preparado por Frank Drake y el fallecido Carl Sagan, e incluía, entre otras cosas, un gráfico del Sistema Solar; los números del uno al diez; los números atómicos del hidrógeno, el carbono, el nitrógeno, el oxígeno y el fósforo -componentes del ADN-; y la figura de un ser humano y su altura. Casi nadie espera respuesta al mensaje de Arecibo porque, curiosamente, cuando la señal llegue a M13 dentro de 25.000 años, el cúmulo de estrellas no estará ahí, sino que habrá cambiado de lugar debido a la rotación de nuestra galaxia.
El radiotelescopio de Arecibo es desde el 17 de mayo de 1999 nuestra mejor opción para escuchar a los extraterrestres. Aquel día se puso en marcha el proyecto SETI@home, en el que participan más de 5 millones de internautas de 200 países. Uno de los problemas clásicos de SETI ha sido disponer de tiempo de ordenador suficiente para analizar la gran cantidad de información recogida por los radiotelescopios. SETI@home es la solución: divide los datos recibidos en Arecibo en pequeños paquetes de información que luego examinan computadoras domésticas conectadas a Internet cuando están en reposo. La imposibilidad de usar grandes ordenadores se suple con millones de equipos domésticos y la financiación pública, con la cesión gratuita de tiempo de proceso por parte de particulares entusiastas. Como apuntaba hace una semana Giovanni Bignami, astrónomo y ex director de la Agencia Espacial Italiana, en The New York Times, «descargue el software de SETI@home como su (fascinante) protector de pantalla y podría, algún día, ser el primero en detectar una señal extraterrestre, una perspectiva irresistible para muchos».
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Marcianos muy humanos
«SETI no puede escapar a la asociación con los creyentes de los ovnis y otros chiflados», destacaba el editorial de la revista Nature publicado el pasado 17 de septiembre con motivo del 50º aniversario del artículo de Coconi y Morrison. La búsqueda científica de inteligencias extraterrestres carece de sentido para millones de personas, convencidas desde mediados del siglo pasado de que nos visitan seres de otros mundos a bordo de platillos volantes. Los ovnis empezaron a verse en nuestros cielos en junio de 1947 y, cinco años después, un cocinero de hamburguesas de Monte palomar protagonizó el primer encuentro cara a cara con un extraterrestre. El visitante le transmitió la preocupación de nuestros vecinos cósmicos por el uso bélico de la energía nuclear, lo mismo que un año antes había hecho en el cine el marciano Klaatu de Ultimátum a la Tierra.
El extraterrestre de la ciencia ficción suele tener apariencia humana por una razón lógica: la identificación del lector o espectador con el personaje es más fácil con alguien que se le parezca que con una ameba. Pueden tener escamas, cuernos o pelaje, pero los alienígenas de ficción son básicamente variaciones de un mismo tema, algo ilógico porque la evolución no tiene por qué seguir el mismo camino en mundos diferentes. Más bien, al contrario. La mejor prueba, precisamente, de que los tripulantes de los ovnis son producto de nuestra imaginación es lo humanos que son. No es sólo que sean muchas veces físicamente indistinguibles de nosotros, sino que, además, parecen tener nuestras mismas preocupaciones e inquietudes, y profesar similares creencias religiosas. Por no hablar de su imprudencia, de cómo en vez de recurrir a la hibridación en laboratorio la practican in vivo y de su tendencia a secuestrar seres humanos para someterles a torturas sacadas de una película de terror.
Los extraterrestres de la ufología se han alejado de nosotros según han avanzado la exploración espacial y la astrofísica. Primero, venían de Marte, después de las estrellas próximas, y ahora lo hacen de universos paralelos. Y, como los ángeles y los dioses, sólo los ven quienes creen en ellos.
Reportaje publicado en el suplemento Territorios del diario El Correo y en Magonia el 17 de octubre de 2009.