Marte nos obsesiona desde que en el siglo XIX el astrónomo aficionado Percival Lowell lo cartografió desde el observatorio de Flagstaff (Arizona), que fundó en 1894. Miembro de una acaudalada familia estadounidense, se había sentido atraído por el planeta rojo tras saber de la existencia de las líneas descubiertas en su superficie por Giovanni Schiaparelli en 1877. El científico italiano había visto lo que consideraba vías de agua naturales. Lowell las convirtió en un producto del ingenio marciano: después de quince años de observaciones, concluyó que eran canales artificiales, una obra de ingeniería a escala planetaria para luchar contra la desertización.
El Marte decimonónico estaba sediento. Agonizaba, y una red de acequias que transportaba el agua almacenada en los polos hasta las regiones ecuatoriales era la solución a la que habían recurrido sus habitantes para sobrevivir. Lowell popularizó la idea en tres libros: Mars (1895), Mars and its canals (1906) y Mars as the abode of life (1908). Escribía artículos, daba conferencias… «Era el Carl Sagan de su tiempo», dice Robert Mills, director del Observatorio Lowell. La crítica situación que vivían los habitantes de Marte caló hasta el punto de que protagonizaron la primera invasión extraterrestre, la de La guerra de los mundos (1898) de Herbert George Wells.
El ataque
Los marcianos siguieron siendo una amenaza mucho tiempo después de la publicación de la novela de Wells. El 31 de octubre de 1938, sus ansias de conquista les llevaron hasta la primera página de The New York Times. La noche anterior, un joven Orson Welles había escenificado La guerra de los mundos para la CBS en una sesión de radioteatro con formato de docudrama: científicos, políticos, periodistas y gente de la calle vivían en directo el ataque por parte de «espíritus que son a los nuestros lo que nuestros espíritus a los de las bestias de alma perecedera; inteligencias vastas, frías e implacables». Miles de personas tomaron la ficción por una invasión marciana, especialmente en Nueva Jersey y Nueva York, y hasta creyeron oír los disparos y ver las llamas del campo de batalla.
Aún no habían aparecido en los cielos los primeros platillos volantes -lo hicieron en junio de 1947-, pero la opinión pública estadounidense ya consideraba posible la llegada de seres de otros mundos. Después de ver los restos de Hiroshima tras la primera bomba atómica, el escritor soviético de ciencia ficción Alexander Kazantsev planteó en 1946, en un cuento, que el objeto que había explotado en Tunguska en 1908, y arrasado 2.150 kilómetros cuadrados de bosque, no había sido ni un cometa ni un asteroide, sino una nave espacial accidentada. Los visitantes procedían del planeta rojo de Lowell y habían venido a recoger agua del lago Baikal para paliar la sed de sus congéneres.
Los canales y la visión de Marte como hogar de una civilización agonizante fueron destruidos por las primeras sondas espaciales que sobrevolaron el planeta. La Mariner 4 envió a la Tierra en 1965 veintiún fotos de un mundo desértico, muerto. Las conducciones de agua habían sido una creación del cerebro humano, como los animales en las nubes. Cuando nuestros emisarios mecánicos llegaron al planeta rojo, se fueron al garete también las ensoñaciones de los ufólogos que -como los españoles Eduardo Buelta, Manuel Pedrajo, Óscar Rey Brea y Antonio Ribera– habían situado en Marte el origen de los platillos volantes. Pero pronto volvió a rodear el planeta un halo de misterio.
Giza en los cielos
El orbitador de una de las sondas Viking -los primeros ingenios humanos que pisaron la roja arena marciana- fotografió en julio de 1976 unas extrañas formaciones en la región de Cydonia: parecían una cara que miraba al cielo, unas pirámides y otras construcciones. Robert Bauval y Graham Hancock, herederos intelectuales de Erich von Däniken, propusieron en 1998 que se trataba del equivalente alienígena a las edificaciones de la meseta de Giza (Egipto). «Cuanto más detenidamente se examina, más evidente resulta que realmente podría tratarse de un conjunto de enormes monumentos en ruinas sobre la superficie de Marte».
La foto, tomada desde 1.873 kilómetros de altura, fue durante un cuarto de siglo esgrimida por algunos ufólogos como la prueba de que la NASA ocultaba la existencia de vida inteligente extraterrestre. Los científicos decían, sin embargo, que se trataba de meros accidentes orográficos. «Esas figuras merecen mayor atención con mayor resolución. Seguramente, unas fotos mucho más detalladas de la cara resolverán dudas acerca de la simetría y ayudarán a esclarecer el debate entre geología y escultura monumental», auguró Carl Sagan en El mundo y sus demonios (1995). Esas imágenes las consiguió en 2001 la Mars Global Surveyor y dejaron a Marte sin cara y sin pirámides. Había pasado lo mismo que con los canales, pero con una diferencia.
«Mientras que quienes vieron los canales eran generalmente astrónomos profesionales, los que vieron la cara eran vividores, oportunistas que querían hacer dinero con la credulidad de la gente. La cara y las pirámides de Marte son inventos. En realidad, son restos de una superficie plana que se erosionó, que quedaron ahí con formas diversas y en los que, según la iluminación, uno puede ver cualquier cosa», explica el planetólogo español Francisco Anguita. Hay, no obstante, quienes persisten en su deseo de ver lo que no hay. Richard Hoagland, un escritor que consideraba Cydonia un gran complejo arquitectónico, ve ahora animales, columnas, grabados y máscaras en imágenes tomadas por la Mars Pathfinder en 1997. Y, en enero, otros expertos encontraron una sirenita sentada en una roca en una panorámica del todoterreno Spirit, prueba indiscutible de que en Marte hubo en un pasado mares. ¿O no?
El libro
Historia de Marte. Mito, exploración, futuro (1998): diez años después de su publicación, este libro del planetólogo español Francisco Anguita sigue siendo la mejor obra de divulgación publicada en nuestro país sobre el planeta rojo. Indispensable.
Reportaje publicado en el diario El Correo y en Magonia el 10 de agosto de 2008.