El segundo episodio de Planeta encantado, la serie de Juan José Benítez que emite Televisión Española (TVE), incluye una de las escenas más ridículas vistas en un documental: los moáis -así se llaman las estatuas de la isla de Pascua– levantan vuelo cual supermanes sin capa para colocarse en sus ahus, como se denominan los altares sobre los que reposan. Quien quiera disfrutar del momento tendrá que esperar hasta el final de La isla del fin del mundo, documental en el que nada tiene que ver el aburrido y mentiroso discurso de Benítez con lo que contó Thor Heyerdahl en Aku-Aku (1957), libro cuya excelente traducción fue obra del ufólogo Antonio Ribera y que tiene una preciosa descripción del lugar en su primera página: «La isla de Pascua es el sitio habitado más solitario del mundo. La tierra firme más próxima que pueden ver sus habitantes está en el firmamento y consiste en la Luna y los planetas».
Benítez no va a la remota isla del Pacífico a la caza de vestigios de extraterrestres en la Antigüedad. «Los moáis encierran aún algunos misterios, pero en mi opinión nada tienen que ver con seres extraterrestres», sentencia en un arrebato de sensatez. Que nadie se asuste; es sólo un espejismo. El novelista es uno de esos expertos que rechazan un disparate para decir inmediatamente después otro más gordo, como el ufólogo sevillano Ignacio Darnaude Rojas-Marcos, quien no habla de los ovnis como simples naves extraterrestres, sino que mantiene que la mayoría surge «en nuestro provinciano entorno espacio-temporal desde intangibles niveles de vibración alternativos». Vamos, que los marcianos verdes son nuestros vecinos de universos paralelos.
El gran problema -«el verdadero e irritable enigma» de Pascua, en opinión de Benítez- es cómo se transportaron los moáis desde la cantera del volcán Rano Raraku hasta sus emplazamientos definitivos. Las «peregrinas soluciones» de Heyerdahl y otros no convencen al periodista, para quien la teoría del arrastre sobre troncos choca con dos grandes inconvenientes: la necesidad de «cientos o miles de hombres» y la inexistencia en la isla de madera idónea para llevar a cabo la tarea. Sin embargo, como recuerda el arqueólogo Kenneth L. Feder en su libro Fraudes, mitos y misterios (1990), cuando Heyerdahl se puso manos a la obra, «seis hombres sacaron de una cantera una estatua de cinco metros de largo en sólo cinco días. Un grupo conformado por varios isleños erigió un antiguo moai en un periodo muy corto, utilizando cuerdas y palancas. Las estatuas fueron movidas a lo largo de los viejos caminos utilizando trineos de madera y sogas». Respecto al origen de la madera, se sabe que el toromiro era muy abundante en la isla en la época en la que se levantaron las estatuas, cuando en Pascua crecían también otras especies vegetales ahora inexistentes.
El novelista recurre a mentiras para vender su ficción: que los moáis flotaron desde la cantera hasta los ahus gracias al maná, el poder sobrenatural del rey y los sacerdotes. Benítez afirma que ésa es la explicación que le han dado los ancianos pascuenses y se lamenta de que no cuente para los científicos. Lógico, no cuenta porque la ciencia tiene desde hace décadas una explicación que no precisa ni de poderes misteriosos ni de extraterrestres, ni de nada por el estilo. Es lo mismo que sucede cuando alguien sostiene que Dios creó el mundo en siete días, que modeló al hombre en barro y a la mujer a partir de una costilla de aquél, que hubo un Paraíso terrenal, que todos los seres vivos se salvaron de un Diluvio universal a bordo de un arca y otras historias que sólo se diferencian de la del maná de los reyes y sacerdotes pascuenses en que son nuestros mitos. Poner a los moáis a volar sobre Pascua es tan ridículo como explicar el origen del hombre recurriendo a un anciano de barba blanca que trabaja la arcilla.
Reseña publicada en Magonia el 13 de octubre de 2003.