«San Petersburgo escapó de la destrucción hace cien años por cuatro horas y 3.790 kilómetros», indica Agustín Sánchez Lavega, director del grupo de Ciencias Planetarias de la Universidad del País Vasco (UPV). A las 7.17 horas del 30 de junio de 1908, una gran explosión arrasó 2.200 kilómetros cuadrados de bosque en una zona prácticamente deshabitada de Siberia Central, cerca del río Tunguska y a unos 900 kilómetros al norte de Irkutsk. La energía liberada equivalió como poco a entre 3 y 5 megatones, entre 231 y 385 bombas como la de Hiroshima.
Segundos antes, a cientos de kilómetros del epicentro, algunas personas habían presenciado la llegada de una bola de fuego desde el Sureste. «Vi un objeto llameante alargado volando a través del cielo. La parte frontal era mucho más ancha que la cola y su color era como de fuego a la luz del día. Su tamaño era varias veces mayor que el del Sol, pero su brillo mucho más débil, de modo que se podía mirar sin cubrirse los ojos. Detrás de las llamas había una estela como de polvo. Iba envuelto en pequeñas humaredas dispersas y las llamas iban dejando detrás otras llamitas azules. Cuando desapareció la llama, se oyeron estallidos más fuertes que el disparo de una escopeta, podía sentirse temblar el suelo, y saltaron los vidrios de las ventanas de la cabaña», recordaba un testigo veinte años después. «El viento era tan fuerte que arrancaba la tierra del suelo», rememoraba otro.
La explosión fue detectada por estaciones sísmicas de Europa y Asia: se calcula que el terremoto alcanzó los 5 grados en la escala de Richter. Durante los siguientes días, la gente pudo leer el periódico en plena calle en Londres a medianoche, gracias al polvo en suspensión, que redujo la transparencia de la atmósfera durante meses, según el Observatorio Smithsoniano de Astrofísica y el de Monte Wilson. No hay constancia de víctimas humanas; pero, si el objeto de Tunguska hubiera chocado contra la Tierra cuatro horas más tarde, su blanco habría sido San Petersburgo.
La búsqueda del cráter
Lo aislado del lugar y unos tiempos turbulentos, marcados por la Primera Guerra Mundial y la Revolución de Octubre, hicieron que la primera expedición científica no llegara a la región hasta 1927. La dirigió el geólogo Leonid Kulik y la financió la Academia de Ciencias de la recién nacida Unión Soviética. Kulik esperaba descubrir restos del meteorito y el inmenso cráter abierto por éste al chocar contra la Tierra. No fue así. En vez de un agujero, se encontró una zona de 50 kilómetros de diámetro de árboles abrasados y derribados radialmente, con sus raíces apuntando en la misma dirección, hacia el lugar de la explosión.
El geólogo buscó durante más de una década un cráter que nunca apareció –ni siquiera en una serie de fotografías aéreas tomadas en 1938– y que los científicos periguen todavía hoy en día. Un grupo de investigadores del Instituto de Ciencia Marina italiano anunció hace un año en la revista de geología Terra Nova, que el lago Cheko –distante 8 kilómetros del epicentro de la explosión– llena el cráter abierto por el objeto de 1908; pero existen fuertes discrepancias dentro de la comunidad científica. La existencia o no de un cráter es clave para resolver el enigma de Tunguska: si lo que tumbó 80 millones de árboles en Siberia Central hace cien años fue un fragmento de un cometa, y no un asteroide, la explosión pudo haberse registrado en el aire y no habría, por tanto, cráter alguno. También hay otras teorías más exóticas.
Un escritor soviético de ciencia ficción, Alexander Kazantsev, publicó en 1946 un cuento en el cual se achacaba el incidente a la explosión del reactor nuclear de una nave marciana. La idea fue retomada años después por autores pseudocientíficos como Jacques Bergier y Erich von Däniken, quienes la presentaron en Occidente como formulada por un prestigioso científico del otro lado del Telón de Acero, no por un autor de ciencia ficción. El físico estadounidense Vladimir Rojansky propuso en 1940 que el objeto de Tunguska pudo ser un trozo de antimateria y, en 1973, los también físicos Albert Jackson y Michael Ryan argumentaron que pudo tratarse de un pequeño agujero negro que atravesó la Tierra. La teoría de la antimateria no casa con los restos encontrados y, respecto a la del agujero negro, no hay constancia de un suceso equiparable en las antípodas de Tunguska, por donde tendría que haber salido.
Amenaza real
Fuera causada por un asteroide o un cometa –el debate científico continúa cien años después–, los efectos de la explosión de Tunguska demuestran que el peligro está ahí fuera. En su novela Cita con Rama (1973), el recientemente fallecido Arthur C. Clarke plantea los devastadores efectos de un incidente similar en el norte de Italia, donde mata a cientos de miles de personas. «Tunguska es el arquetipo de lo que puede ser un impacto catastrófico a escala local», apunta Sánchez Lavega.
Simulaciones hechas por ordenador recientemente en los Laboratorios Nacionales Sandia, en EE UU, han apuntado a que la roca que destruyó una superficie de bosque siberiano equivalente a Guipúzcoa pudo medir sólo 20 metros de diámetro, frente a los más de 30 que se calculaban antes. Y esto no es bueno: se calcula que un destructor total, un objeto como el que mató a los dinosaurios choca contra la Tierra una vez cada 100 millones de años; uno de 50 metros lo hace una vez cada 1.500 años; y uno de sólo 20 metros lo hace una vez cada 500 años. La reducción de tamaño del objeto de Tunguska aumenta las probabilidades de próximos impactos catastróficos a escala regional como el augurado por Clarke.
Las grandes amenazas, los monstruos de más de un kilómetros de diámetro están mas o menos controlados. «Hoy en día es bastante improbable que llegue uno sin ser detectado», asegura Josep Maria Trigo-Rodríguez, del Instituto de Ciencias del Espacio (CSIC-IEEC), quien destaca la importancia de los programas de búsqueda y seguimiento de Asteroides Cercanos a la Tierra (NEO) –se llaman así los que cruzan la órbita de nuestro planeta– puestos en marcha en los años 90. En la actualidad, hay 742 objetos de más de un kilómetro bajo vigilancia, lo que viene a suponer un 79% del total estimado.
El problema son los más pequeños, los del tamaño del que provocó el suceso de Tunguska, que pueden matar a decenas de millones de personas si caen en una región densamente poblada. De hecho, aunque parezca mentira, la probabilidad de morir en una explosión como la de hace cien años, una entre 6 millones, es mayor que las de hacerlo a causa de un ataque de tiburón, que es una entre 8 millones.
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Extinciones masivas a golpe de asteroide
«Los astrónomos deberían dejar a los astrólogos la tarea de buscar las causas de los acontecimientos terrenales en las estrellas», decía el 2 de abril de 1985 The New York Times respecto a una hipótesis que empezaba a ganar terreno en la comunidad científica: que un asteroide había acabado con los dinosaurios hace 65 millones de años. Veintitrés años después, prácticamente nadie duda de la teoría propuesta en 1980 por el físico Luis Álvarez y su hijo Walter, geólogo, y los asteroides y cometas se consideran culpables de varias extinciones masivas.
«Aunque ya antes algunos autores habían vinculado impactos y extinciones, los Álvarez fueron los primeros en presentar pruebas», indica Xabier Orue-Etxebarria, paleontólogo de la UPV. Padre e hijo descubrieron una capa de iridio que, en todo el mundo, aparecía entre las rocas cretácicas, con restos de dinosaurios, y las terciarias, ya sin rastro de esos animales. Como el iridio es un metal muy raro en la Tierra, pero abundante en meteoritos, propusieron que el choque de un asteroide había lanzado a la atmósfera una gran cantidad de ese material que, después, se había precipitado a la superficie y dado lugar a la capa de iridio. Con el paso de los años, se ha descubierto el cráter, en la península de Yucatán.
El hallazgo de los Álvarez lanzó a los geólogos a buscar cráteres de impacto y datarlos por si temporalmente coincidían con algunas otras extinciones. «Hay pruebas de impactos en las cinco grandes extinciones en que murieron más de la mitad de las especies, y también en otras menores en las que desaparecieron entre el 20% y el 30%», dice Orue-Etxebarria. Josep Maria Trigo-Rodríguez cree que Estados Unidos está invirtiendo lo necesario en el control de asteroides, que es una especie de seguro planetario, pero Europa no, y que lo que hace falta es «un esfuerzo común».
Catástrofe en 2077
«A las 9.46 (meridiano Greenwich) de la mañana del 11 de septiembre, en el verano excepcionalmente hermoso del año 2077, la mayor parte de los habitantes de Europa vieron aparecer en el cielo oriental una deslumbrante bola ígnea. En cuestión de segundos se tornó más brillante que el Sol y al desplazarse en el cielo -al principio en completo silencio– iba dejando detrás una ondulante columna de polvo y humo.
En algún punto sobre Austria comenzó a desintegrarse produciendo una serie de explosiones, tan violentas que más de un millón de personas quedaron con los oídos dañados para siempre. Fueron las afortunadas.
Desplazándose a cincuenta kilómetros por segundo, un millón de toneladas de roca y metal cayó sobre las llanuras del norte de Italia y destruyó con una llamarada de segundos la labor de siglos. Las ciudades de Padua y Verona fueron barridas de la faz de la Tierra; y las últimas glorias de Venecia se hundieron para siempre en el mar cuando las aguas del Adriático avanzaron atronadoras hacia tierra después de aquel golpe fulminante venido del cielo.
Seiscientas mil personas murieron, y el daño material se calculó en más de un trillón de dólares.»
Arthur C. Clarke (1973): Cita con Rama.
Impacto extraterrestre en Bilbao
La Biblioteca de Bidebarrieta de Bilbao acoge hoy, entre las 18 y 21 horas, la jornada Impactos extraterrestres: Tunguska, 100 años después, organizada por el diario El Correo, Universidad del País Vasco (UPV), el Círculo Escéptico (CE), el Ayuntamiento de Bilbao y el Centro para la Investigación.
Josep Maria Trigo-Rodríguez, astrofísico del Instituto de Ciencias del Espacio (CSIC-IEEC), hablará sobre el peligro de cometas y asteroides (18.00). Xabier Orue-Etxebarria, paleontólogo de la UPV, disertará acerca de los impactos de cuerpos espaciales y las extinciones masivas (18.45), la más conocida de las cuales es la de los dinosaurios hace 65 millones de años. Y Agustín Sánchez Lavega, catedrático de Física y director del Grupo de Ciencias Planetarias de la UPV, centrará su intervención en lo que se sabe e ignora todavía del suceso de Tunguska y qué puede hacerse ante este tipo de amenazas (19.45). El acto se cerrará con una mesa redonda (20.30).
Reportaje publicado originalmente en el diario El Correo y en Magonia el 30 de junio de 2008.