
Joan Quigley, la astróloga cuyos vaticinios condicionaron la agenda presidencial de Ronald Reagan entre 1981 y 1989, murió el 23 de octubre en San Francisco (California, Estados Unidos) a los 87 años. La adivina saltó a la fama a finales de los años 80 cuando Donald Regan, jefe de Gabinete de la Casa Blanca, reveló en sus memorias, For the record: from Wall Street to Washington (1987), que había sido una muy estrecha asesora del matrimonio Reagan. «Prácticamente todos los grandes movimientos y decisiones que los Reagan hicieron durante mi tiempo como jefe de la Casa Blanca se acordaron de antemano con una mujer de San Francisco que elaboró los horóscopos para asegurarse de que los planetas estaban en una alineación favorable para cada empresa», escribió.
Dos años más tarde, Nancy Reagan negaba la mayor en sus memorias y, uno después, Quigley se reafirmaba en las suyas, tituladas «What does Joan say?» en alusión a la pregunta -¿qué dice Joan?- que supuestamente hacía el presidente a su esposa cada dos por tres. La bruja aseguraba en su libro -subtitulado «Mis siete años como astróloga de la Casa Blanca para Nancy y Ronald Reagan»- que sus cartas astrales habían marcado no sólo el horario de ruedas de prensa, sino también el de la mayoría de los discursos presidenciales y hasta de los despegues y aterrizajes del Air Force One. Nancy Reagan y Joan Quigley se habían conocido a mediados de los años 60. La vidente, republicana declarada y que trabajó como voluntaria en las campañas electorales del exactor para gobernador de California, ganó influencia en la pareja después del intento de asesinato de Reagan por John Hinckley, el 30 de marzo de 1981. Al parecer, Nancy Reagan le preguntó entonces si hubiera sido capaz de prever el atentado y ella respondió que sí, tras lo cual el matrimonio contrató sus servicios por 3.000 dólares mensuales.

Cuando en mayo de 1988 se supo que los Reagan consultaban a Quigley y que sus consejos habían condicionado asuntos de Estado, a muchos en España les pareció una excentricidad propia de los estadounidenses. “El modelo de clase política norteamericana, por oposición a lo que ocurre en Europa, es pródigo en ejemplos de hombres poco cultos, escasamente o en absoluto interesados por el mundo más allá de sus fronteras y con una formación técnica no siempre brillante”, sentenciaba un editorial de El País. Sólo cuatro días después, el diario madrileño publicaba un reportaje de Mabel Galaz, titulado “Todos preguntan a Maritxu”, según el cual destacados políticos vascos y navarros tenían como consejera a Maritxu Güller, la bruja buena del monte Ulia, en San Sebastián. José María de Areilza, Juan María Bandrés, Txiki Benegas, Carlos Garaikoetxea, Enrique Múgica y Gabriel Urralburu, entre otros. “Yo no creo en las brujas; creo en Maritxu”, decía Benegas, quien recordaba que la adivina le había dicho de niño que sería ministro, lo mismo que le vaticinó a Areilza. Ya ven, de derechas e izquierdas, nacionalistas y no nacionalistas; todos unos crédulos de tomo y lomo.
No creo que en la España del siglo XXI las cosas hayan cambiado para bien en lo que respecta a políticos y supersticiones. Y no me refiero a las religiosas del muy devoto Gobierno de Rajoy, que le llevan a condecorar hasta imágenes de la Virgen, sino a las pseudocientíficas. Recuerden que Jordi Pujol consultaba a una bruja y se sometía a limpiezas espirituales, y el concejal bilbaíno Luis Hermosa y su novia decidieron casarse tras pedírselo sus abuelos muertos a través de la médium Anne Germain.
Nota publicada en Magonia el 4 de noviembre de 2014.