La Unión Soviética se lanzó a la investigación parapsicológica a consecuencia de un reportaje publicado en la revista francesa Science et Vie en febrero de 1960. Lo firmaba el periodista Gérald Messadié y trataba de un experimento secreto realizado a bordo del primer submarino nuclear, el estadounidense Nautilus. Durante el verano de 1959, mientras el sumergible se encontraba bajo el hielo del polo Norte, un tripulante -identificado como el teniente Jones- se había comunicado telepáticamente con una base militar de Maryland desde donde un tal Smith, estudiante de la Universidad de Duke, le había transmitido mentalmente cartas al azar. El teniente Jones había acertado el 70% de las veces qué carta había salido del mazo a miles de kilómetros.
Según Messadié, a principios de 1957 la Rand Corporation, un grupo de expertos en estrategia militar, había recomendado a Eisenhower la telepatía como forma de comunicación con los submarinos bajo el hielo. El experimento del Nautilus demostraba más allá de toda duda su viabilidad. «Por primera vez en la historia de la ciencia, se había obtenido la prueba indiscutible de la posibilidad de que los cerebros humanos se comuniquen a distancia. El estudio de la parapsicología entraba al fin en su fase científica», explicarían poco después Louis Pauwels y Jacques Bergier en El retorno de los brujos (1960).
Así lo entendieron también al otro lado del Telón de Acero. En la URSS, Stalin había prohibido en 1937 la experimentación paranormal por considerarla contraria a los principios del materialismo, pero aquello lo cambiaba todo. «¿Es la telepatía una nueva arma secreta? ¿Será la percepción extrasensorial un factor decisivo en la guerra futura? ¿Han aprendido los militares americanos los secretos del poder mental?», se preguntaba Messadié en Science et Vie. Washington lo desmintió, pero el KGB y la inteligencia militar soviética se temieron lo peor.
La ‘visión remota’
Moscú se volcó a partir de ese momento en la llamada guerra psíquica con la esperanza de encontrar el arma definitiva. La URSS y EE UU mantuvieron hasta finales del siglo pasado costosos programas de búsqueda de armas psíquicas como la telepatía y la visión remota, la posibilidad de que un espía dotado de poderes extraordinarios viera lo que ocurría a miles de kilómetros de distancia. Los protagonistas de los experimentos eran psíquicos, como Nina Kulagina e Ingo Swan, que recurrían al ilusionismo para simular lo paranormal. Los satélites espía y los equipos de radio de cualquier vehículo militar actual son la prueba evidente de que todo fue un bluf.
Dos décadas después del experimento del Nautilus, el escritor Martin Ebon preparaba un libro sobre la guerra psíquica cuando visitó en París a Gérald Messadié. El periodista francés le dijo que el episodio telepático del submarino nuclear había sido un invento de Jacques Bergier que él se había tragado por su entusiasmo juvenil. Una trola de uno de los autores del increíble El retorno de los brujos había llevado a la materialista URSS a participar en la cara e inútil carrera de la guerra psíquica.
Reportaje publicado en el diario El Correo y en Magonia el 23 de agosto de 2009.