Jamie Hyneman y Adam Savage son dos tipos divertidos. Desde octubre de 2003, se dedican en Discovery Channel -canal 62 de Digital +- a poner a prueba leyendas urbanas y comprobar si son ciertas o falsas. Cazadores de mitos es una de esas delicias que parecen abocadas a ser ignoradas por los programadores de los canales generalistas. Lo tiene todo para pasar un buen rato. Es un espacio de bricolage y de destrucción, salpicado con los razonamientos de sus protagonistas, profesionales del campo de los efectos espciales que idean artilugios y situaciones de lo más variadas para ver qué hay de cierto en esas historias que mucha gente da como ciertas no se sabe muy bien por qué. ¿Es posible que…? es la pregunta que plantean al inicio de cada episodio y a la que acabarán respondiendo sí o no, según las pruebas.
Estos dos simpáticos excéntricos -que participaron, por cierto, en el último de los encuentros escépticos organizado por el ilusionista James Randi– tienen un desgraciado compañero, Buster, al que someten a todo tipo de torturas. No se asusten. Buster es un muñeco que lo mismo viaja en un ascensor en caída libre que sale catapultado por los aires o se ve envuelto en llamas. Porque, como decía el martes John Schwartz en The New York Times, lo de los cazadores de mitos es hacer que las cosas exploten, ardan, choquen… Schwartz se pregunta en el reportaje si el espacio es el mejor programa de ciencia que hay en la televisión. Para mí, si no lo es, está muy cerca.
Hyneman y Savage parten en cada episodio de verdades admitidas y las comprueban experimentalmente en procesos regidos por la lógica, la imaginación y el ingenio. Al final, hay mitos que desmontan y otros, los menos, que resultan no serlo. Así, han comprobado si un niño puede salir volando colgado de globos cargados de gas, si se puede reflotar un barco con pelotas de ping pong, si la voz humana puede romper el cristal, si es posible herir a alguien lanzándole un naipe… Su éxito radica en que todo el proceso de cada experimento es divertido y, como dice Hyneman en The New York Times, en que «no tienen ninguna pretensión de enseñar ciencia». Lo cierto es que lo hacen y de un modo magistral.
Nota publicada en Magonia el 24 de noviembre de 2006.