Los visitantes de otros mundos tienen debilidad por presentarse ante individuos solitarios, atemorizarles y despegar inmediatamente de vuelta a su planeta. Desde que los platillos volantes aterrizaron en la cultura popular a finales de los años 40, sus pilotos han preferido los parajes aislados a los núcleos urbanos y los interlocutores sin preparación a los cultos. El avistamiento de Los Villares (Jaén) con el que arranca El anillo de plata, octavo episodio de la serie de televisión Planeta encantado, encaja en ese patrón. Sucedió el 16 julio de 1996 en medio del campo andaluz, donde Dionisio Ávila -«un hombre sencillo, muy querido y respetado por sus paisanos», en palabras de Juan José Benítez– vio un platillo volante clásico a ras de suelo y a tres de sus tripulantes. Del testigo, el novelista nos cuenta, además del cariño que los vecinos le profesan, que «no sabe leer ni escribir», como si eso hiciera más creíble una historia que no se diferencia en nada de los miles de fantásticos relatos de encuentros con seres extraterrestres que llenan los libros de ufología. Que a uno le adoren sus paisanos y que sea analfabeto no dice nada a favor de su credibilidad. Estaríamos, por tanto, ante otro suceso ovni del montón si no fuera porque los marcianos jienenses dejaron a su testigo una prueba. Al menos, eso mantiene el analfabeto protagonista y creen Iker Jiménez, Lorenzo Fernández y Benítez, tres autores de reconocida fiabilidad.
Resulta que, antes de poner espacio de por medio, los alienígenas de Los Villares lanzaron hacia el testigo, de 66 años entonces, una luz que resultó ser una piedra con grabados, entre ellos IOI -«palo-cero-palo», dice el autor de Caballo de Troya-, signos que Ávila había visto en la cúpula del platillo volante. Aquel mismo día, el novelista y su esposa buceaban en el mar Rojo cuando ella se hirió en una pierna con un coral, tras lo cual perdió un anillo de oro. Un misterioso, cómo no, individuo sacó del agua a la mujer de Benítez mientras éste se quedaba -«movido por una fuerza que no he conseguido explicar»- a buscar la joya. Y él encontró un anillo, pero de plata y con nueve palos y otros tantos ceros: IOIOIOIOIOIOIOIOIO. «¿Casualidad? Lo dudo», sentencia el periodista, convencido -no podía ser de otro modo- de que ha sido elegido por seres extraterrestres para no se sabe qué y de que existe algún tipo de conexión entre la piedra de Los Villares y el anillo de mar Rojo.
Tiene razón Benítez. No creo que la historia del anillo de plata sea fruto de la casualidad. Casi tanta gracia como el intento del novelista de vender el descubrimiento del anillo como un hecho real -¿se acuerdan de cuando hacía lo mismo con la trama de Caballo de Troya?- es que la joya le lleve hasta Tassili N’Ajjer, en el Sahara argelino. Para ello, después de análisis de la piedra y del anillo en los que dice que investigadores universitarios y del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) no encuentran nada misterioso, Benítez recurre a otros expertos que sí, incluido un presunto especialista en termovisión y un informático «oficial de la Armada», quien lee en los signos de la joya las coordenadas de Tassili. A partir de aquí, el anillo pasa a un segundo plano, en favor de los visitantes alienígenas que, según el director de Planeta encantado, los hombres del Neolítico pintaron en el Sahara.
El largo preámbulo de «El anillo de plata» es algo que únicamente los fans del escritor navarro pueden tomar en serio. Lo realmente preocupante viene cuando, una vez más, el autor reescribe el pasado al gusto marciano. Tras la estela de Erich von Däniken en Recuerdos del futuro (1968), Benítez llena Tassili de platillos volantes y alienígenas con escafandra, sin que aparezca en ningún momento un prehistoriador. Basta la autoridad del ufólogo. ¡Cómo va a necesitar recurrir a un experto el investigador que sentó a Jesús en el Coliseo antes de que lo construyeran! La ciencia oficial está confundida y, alli donde Henri Lhote, descubridor de las pinturas de Tassili, veía nativos con máscaras y trajes rituales, el director de Planeta encantado encuentra a parientes prehistóricos de ET. Su descaro llega al punto de redibujar al denominado Gran Dios Marciano para que parezca un astronauta del siglo XX, ciñendo su traje espacial aquí y allá, haciéndoselo a medida y colocándole accesorios. Algunos de los alienígenas de Benítez son hembras demasiado humanas, con pechos cónicos, y otros visitantes usan como armas arcos y flechas -¿pero no estaban adelantados?-; hay seres con cuerpo humano y cabeza de pájaro o león; las féminas tienen uno, dos o tres ojos. «Excepto por los brazaletes, esclavinas y cinturones, estas astronautas parecen estar desnudas. Sus pechos, los dedos de las manos y los pies, y otros detalles que no serían visibles debajo de un traje espacial, aparecen dibujados con toda claridad. ¿Por qué los viajeros del espacio iban a llevar sofisticados cascos espaciales provistos con antenas mientras tenían desnudo el resto del cuerpo», se pregunta William Stiebing en Astronautas en la antigüedad (1984).
Benítez no explica a su público nada de esto, ni que lo que él y Von Däniken identifican como escafandras de ciertas figuras femeninas son para los arqueólogos cestos que las indígenas llevan sobre la cabeza, como ocurre todavía en África y otras partes del mundo. Se detiene a describir la zoología fantástica o disparatada pintada en Tassili sin explicar en ningún momento que el conjunto artístico abarca miles de pinturas hechas durante siglos por diferentes artistas con diferentes estilos, con lo que da la impresión al telespectador de que hace unos 9.000 años todas las fantasías eran realidad en el Sahara. Aísla figuras del escenario, las saca de contexto, se olvida de lo que le molesta y escoge lo que encaja menos mal con su disparatada visión del pasado de los pueblos no europeos, a los cuales él y sus colegas consideran, al parecer, incapaces de evolucionar culturalmente sin ayuda exterior. Tampoco dice el ufólogo que, asociados a los frescos de visitantes del espacio de Tassili, no se han hallado ni esqueletos de gigantes ni armas láser ni otros restos de tecnología alienígena, sino los típicos de la Edad de Piedra. Hasta que no se demuestre lo contrario, los únicos extraterrestres que han llegado al Sahara lo han hecho en los cerebros de fabricantes de enigmas como Benítez, quien seguirá explotando el inexistente misterio de la piedra de Los Villares y el anillo de plata en próximas entregas de Planeta encantado.
Reseña publicada en Magonia el 8 de diciembre de 2003.