Siete puntos rojo azulados cruzaron el cielo nocturno de Arroyomolinos de León (Huelva) el 6 de diciembre de 1965 cinco minutos antes de las nueve de la noche. Volaban con rumbo Noroeste-Sureste y en formación de uve, aunque pronto se convirtieron en una línea recta, según documentó en su día el ufólogo sevillano Ignacio Darnaude Rojas-Marcos a partir de los testimonios de dos guardias civiles y diez lugareños que presenciaron el fenómeno durante minuto y medio. Poco después, un pastor, Rufino Campanario, y varios vecinos de la cercana Montemolín (Badajoz) oyeron varias explosiones y «al salir del chozo vieron un objeto ardiendo que caía formando un ruido como el de un tren entrando en la estación», contaba el diario Hoy el 19 de diciembre. Y, en la también cercana Lora del Río (Sevilla), «un extraño objeto de naturaleza desconocida» abría «un cráter de unos 50 centímetros de diámetro», según el Abc del 9 de diciembre. «Al tomar contacto con el suelo, y por venir candente, levantó una nube de vapor dejando calcinada la zona de caída y chamuscado el ramaje próximo», añadía el periódico madrileño.
Aquella noche cayeron del cielo dieciséis objetos en Lora del Río, Montemolín y Fuente de Cantos (Badajoz): tres esferas metálicas huecas de 38 centímetros de diámetro, una cuarta de 25, dos cuerpos cilíndricos de 36 de longitud, piezas en forma de toberas, casquetes, trozos de aislante… El general jefe del Estado Mayor de la Región Aérea del Estrecho, Pascual Sanz, explicaba siete días después a los periodistas que las tres esferas grandes, encontradas en Lora del Río, eran de acero y de origen humano. «Proceden de uno de los cuerpos que circundan la Tierra, sin que pueda establecerse el tipo del mismo, y al rozar la atmósfera se ha desintegrado, cayendo sólo los objetos aludidos, que se estiman depósitos del combustible», informaba Abc.
De origen soviético
Los medios dieron la explicación por buena. Así, cuando Hoy cuenta el 19 de diciembre lo sucedido en Montemolín, dice que los «raros artefactos» parecen ser «depósitos de combustible de un cuerpo estratosférico». Cinco días más tarde, la agencia Efe informa de que el astrónomo alemán Harro Zimmer, del Observatorio Wilhelm-Foerster, en Berlín Occidental, sostiene que las tres esferas de Lora del Río son parte del cohete lanzador de la sonda soviética Luna 8 y se corresponden con «tanques de presión que no se desintegraron al volver a entrar el cohete en la atmósfera». «Los cuerpos cilíndricos son cohetes para maniobrar en órbita terrestre. Los trozos de aislante que se encontraron encajaban perfectamente en el interior de uno de ellos», explica el ingeniero aeronáutico José Miguel, actual jefe del Laboratorio de Ensayos No Destructivos del INTA, donde se encuentran los restos almacenados desde hace 50 años.
«Este caso nunca se clasificó por parte de las autoridades militares españolas como un suceso ovni», recuerda el ufólogo valenciano Vicente-Juan Ballester Olmos. De hecho, el expediente de la investigación oficial no se encuentra entre la documentación sobre avistamientos de objetos volantes no identificados en el Archivo Histórico del Ejército del Aire, en el castillo de Villaviciosa de Odón. Tras la explicación del astrónomo alemán -coincidente en el origen humano con la del general Pascual Sanz-, la prensa española se olvidará del suceso, como había hecho la estadounidense dieciocho años antes con un caso parecido.
El 8 de julio 1947, dos semanas después de la visión de los primeros platillos volantes en la costa oeste de Estados Unidos, el Roswell Daily Record alertaba en su primera página de que los militares habían recuperado en esa pequeña localidad de Nuevo México uno de esos ingenios, que se había estrellado en un rancho. La información procedía del propio Ejército, que explicaba que los restos se habían trasladado a su aeródromo de Roswell. Al día siguiente, los militares rectificaban. Decían que lo recuperado no era un platillo volante, sino piezas de un globo meteorológico, y mostraban a los periodistas trozos de madera de balsa y papel de aluminio. A partir de ese momento, los medios y los ufólogos ignoraron el caso Roswell durante más de tres décadas hasta que Charles Berlitz, famoso por inventarse el misterio del triángulo de las Bermudas, lo resucitó en 1980 con un libro superventas, El incidente. Catorce años después, la Fuerza Aérea estadounidense reveló al mundo que los restos de Roswell correspondían en realidad a un globo del proyecto Mogul, ultrasecreto en 1947 y que perseguía detectar las ondas sonoras de las primeras pruebas nucleares soviéticas.
En el caso español, la Prensa también pierde el interés por los objetos caídos del cielo en Andalucía y Extremadura en cuanto se apunta a su origen humano, pero los militares no. «Se hace cargo de los restos el Ministerio del Aire, que los envía para su estudio al Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial (INTA), en la base aérea de Torrejón de Ardoz», recuerda Ballester Olmos, que tiene en su poder desde hace años una copia de toda la información del caso, incluida la todavía pendiente de desclasificación. A los primeros informes técnicos, hechos en la base aérea de Talavera la Real sobre las piezas recuperadas en Fuente de Cantos, les siguen varios del Departamento de Materiales del INTA, donde se encuentra la primera prueba de que los restos proceden del otro lado del Telón de Acero. Al inspeccionar visualmente el interior de la llamada esfera 3, el perito Gabriel Delojo descubre una letra del alfabeto cirílico junto a varios números en un fleje «adherido a todo lo largo de la soldadura de las dos semiesferas». Esa pieza, que en un informe de marzo de 1966 se asegura que se ha separado del resto del fleje, no se encuentra hoy en día en los almacenes del INTA junto con los otros restos del incidente, según comprobé la semana pasada. «Nadie ha tocado estos restos desde que nosotros tenemos conocimiento. No han ido a la chatarra por casualidad», asegura el químico José Antonio Peñaranda, del Laboratorio de Ensayos No Destructivos del INTA.
Los restos viajan a EE UU
En plena Guerra Fría, pendiente de los cielos y en pugna con la Unión Soviética por conquistar la Luna, Estados Unidos está al tanto de los hallazgos del INTA. No en vano, España es un país aliado. A finales de abril de 1966, el coronel de aviación Kenneth Lueke, agregado aéreo de la embajada de Madrid, informa al Ministerio del Aire de la llegada a España del «teniente coronel Richard Quimby, del Cuartel General de la Fuerza Aérea en Alemania, y de dos técnicos civiles en metalurgia» que trabajan para ella. Visitan el 27 de abril el INTA, donde tienen acceso a los informes preliminares y «a los objetos espaciales en sí». En octubre, el Gobierno estadounidense pide al español que permita a sus propios expertos que analicen los restos en su país.
Tras la visita a Madrid del presidente Eisenhower en 1959, el régimen franquista se encuentra con una oportunidad de oro para que Washington le deba un favor. No la desaprovecha. Fernando María Castiella, ministro de Asuntos Exteriores, escribe el 23 de enero de 1967 al ministro del Aire, teniente general José Lacalle, diciéndole que, «consultado el asunto» con Franco, «se ha tomado la decisión de autorizar» la cesión temporal de parte de los objetos a Estados Unidos. Se ponen cuatro condiciones: que «un especialista científico español» acompañe a las piezas «con objeto de estar presente y participar en los análisis que se lleven a cabo en ese país»; que la duración de los trabajos no supere, «en lo posible», las cinco semanas y las piezas regresen a nuestro país; que se facilite copia del resultado de la investigación a España; y que se guarde en secreto la participación estadounidense en el estudio. «Así, España no se pondría a malas con los rusos», indica Ballester Olmos.
Las cuatro esferas -tanques de gas presurizado para la propulsión- y uno de los cilindros -cohete- viajan a Estados Unidos, donde, del 28 de marzo al 28 de abril de 1967, los someten a una batería de análisis en los laboratorios del Instituto Battelle, en Columbus (Ohio), un centro de investigación tecnológica avanzada. Dos ingenieros del INTA, Francisco Ramírez y Carlos Marín, asisten a las pruebas que se consideran «complementarias» a las hechas en Torrejón de Ardoz e incluyen entre otras cosas, la apertura de dos de las esferas más grandes, «aparentemente cerradas» y una de las cuales «presenta una válvula prácticamente intacta». Los técnicos españoles redactan un informe a su vuelta y, el 15 de junio, el Instituto Battelle emite uno de 280 páginas, titulado Investigación de cinco cuerpos metálicos recuperados después de vuelo espacial, que lleva en portada el sello de Secreto. No difundirse en el extranjero, excepto España y un aviso de que está excluido de desclasificación automática por el paso del tiempo.
Los científicos y técnicos estadounidenses constatan que la mayoría de las piezas son de titanio y que los restos no metálicos corresponden a material aislante del calor que protegería el interior de los cohetes. Aunque en su momento había entre los objetos recuperados alguna tobera, esas piezas parece que no han llegado hasta nosotros. Como ya había adelantado el astrónomo alemán Harro Zimmer, los restos formaban parte de la última fase del cohete Molniya que despegó de Baikonur el 3 de diciembre de 1965 para lanzar la sonda Luna 8 hacia el satélite terrestre. Era el undécimo intento soviético de posarse suavemente en la Luna, pero falló. La nave robot se estrelló en el Océano de las Tormentas a las 22.51 horas del 6 de diciembre de 1965, dos horas después de que la reentrada de piezas de su cohete lanzador iluminara los cielos del suroeste de la Península Ibérica.
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«Sentí una satisfacción muy grande cuando tuve acceso a todo el expediente del caso»
Vicente-Juan Ballester Olmos tenía 17 años cuando cayeron los restos del cohete lanzador del Luna 8 en Lora del Río, Montemolín y Fuente de Cantos. «Entonces yo ya estaba interesado en el fenómeno ovni, pero también en la astronáutica. Los bólidos y las reentradas de basura espacial siempre me han fascinado», explica desde su casa de Valencia. No importaba que la naturaleza humana de lo visto en los cielos de Andalucía y Extremadura estuviera clara desde el principio, él reunió recortes de prensa y apuntes de ufólogos con la esperanza de que algún día se desclasificara el supuesto expediente militar sobre el suceso. «Recopilé toda la información sobre el caso y, durante 30 años, tuve una especie de minidosier».
Metódico en su trabajo, Ballester ha tenido como afición el esclarecimiento de los sucesos ovni ocurridos en España, lo que le ha convertido en la bestia negra de quienes ven extraterrestres por todas partes. Además de eso, en los años 90 se marcó como objetivo conseguir que los informes militares sobre casos de avistamientos de ovnis se abrieran al público. En Estados Unidos, la denominada Ley para la Libertad de Información (FOIA) favoreció desde finales de los 70 la publicación de todos los expedientes sobre la materia que no afectaran ya a la seguridad nacional, como el del caso de Roswell en 1994. En España, no existe ninguna legislación parecida y lo que hizo Ballester Olmos, entre 1992 y 1999, fue asesorar al Mando Operativo Aéreo en el análisis y desclasificación de los informes de ovnis. Así logró que vieran la luz 84 expedientes sobre 122 avistamientos ocurridos entre 1962 y 1995, que pueden consultarse en la Biblioteca del Cuartel General del Ejército del Aire, en Madrid.
«En febrero de 1994, en una de mis frecuentes visitas a Torrejón de Ardoz, me topé con la documentación del caso de la reentrada del cohete ruso de diciembre de 1965 entre unos expedientes de ovnis. Di un respingo». Meses después, en julio, el teniente coronel Enrique Rocamora le entregó «un juego completo de fotocopias con toda la documentación del caso, con autorización del Jefe de Estado Mayor del Ejército del Aire. Sentí una satisfacción muy grande cuando tuve acceso a todo el expediente». Lleva años luchando porque esa información sea de acceso público y no sabe a qué achacar el retraso, aunque intuye que pudiera deberse bien al sello de Secreto del informe del Instituto Battelle o a la simple burocracia.
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Los enigmáticos ‘ovnis boludos’
El ingeniero químico mexicano Luis Ruiz Noguez bautizó humorísticamente hace años las esferas que, procedentes de ingenios espaciales, caen del cielo como ovnis boludos por su forma y por su origen. Son contenedores de gas para la propulsión, la experimentación y el mantenimiento vital. Aunque al principio fueron metálicos, en la actualidad son de materiales más ligeros, como la fibra de carbono. Su tamaño y los materiales de los que están hechos favorecen que muchos no se desintegren al entrar en la atmósfera y lleguen al suelo. Se han encontrado en todos los rincones del planeta, aunque muchos caen en el mar, que no en vano cubre las dos terceras partes de la superficie terrestre. En noviembre cayeron varios en Murcia.
Reportaje publicado en El Correo el 24 de abril de 2016 y en Magonia el 28 de abril de 2016.