La existencia de un hombre salvaje en los bosques de Norteamérica occidental era una leyenda hasta hace medio siglo. Fue en 1958 cuando la criatura conocida hasta entonces por los indios como sasquatch se hizo carne. Ocurrió en California. Jerry Crew, operario de excavadoras en las obras de una carretera del condado de Humboldt, encontró una mañana de agosto unas huellas de grandes pies desnudos cerca de sus útiles de trabajo. Semanas después, la noticia estaba en la primera página del diario The Humboldt Times, que bautizó a la criatura que había dejado las huellas como bigfoot (pie grande).
El monstruo se ha ganado desde entonces un lugar destacado en el panteón de la criptozoología -literalmente, el estudio de los animales ocultos- junto al inquilino del lago Ness y al Yeti. Esquivo como ellos, mide entre 2 y 3 metros, es cuellicorto y tiene el pelo oscuro, grandes ojos y una cresta en lo alto del cráneo. Rara vez ha agredido al hombre y, aunque tímido, ha sido capturado en fotos y hasta en alguna película, si bien no con la suficiente claridad como para que su existencia haya quedado demostrada fuera de toda duda. Ha tenido su serie de televisión –Bigfoot y los Henderson, con una película del mismo título-, y un joven ejemplar, Quatchi, es una de las mascotas de los Juegos Olímpicos de Invierno de Vancouver 2010.
Grande y escurridizo
El bigfoot es la variante norteamericana de una familia compuesta por el Yeti del Himalaya, el Orang Pendek indonesio, el Basajaun vasco y otros hombres salvajes. Estos seres serían, según algunos criptozoólogos, ancestros nuestros con los cuales todavía compartiríamos la Tierra. Una posibilidad apasionante. En ese escenario, el peludo habitante de los bosques americanos ha sido identificado como un posible Paranthropus -homínido que vivió en África entre hace 2,7 y 1,2 millones de años-, un Gigantopithecus -simio de 3 metros y 400 kilos que vivió en el Sudeste Asiático hasta hace 500.000 años- e incluso un Homo erectus, antepasado nuestro que se extinguió hace unos 400.000 años.
Las especulaciones de los criptozoólogos chocan, no obstante, con la ausencia de pruebas concluyentes de la existencia del bigfoot. «Para que una población de estos animales resultara viable, debería haber un mínimo de de 500 individuos», explica Eduardo Angulo, biólogo de la Universidad del País Vasco y miembro del Círculo Escéptico. Mientras que una docena de grandes antropoides podría pasar desapercibida en el gran Oeste americano, una comunidad de medio millar dejaría tras de sí numerosos restos biológicos, desde heces hasta cadáveres, que delatarían su presencia. Es algo que no ocurre ni con el bigfoot ni con sus criptoparientes.
Los cazadores de monstruos atesoran multitud de pruebas, pero con eso no basta. «Lo importante no es la cantidad, sino su calidad», destacaba recientemente Benjamin Radford, coautor del libro Hoaxes, myths, and manias: why we need critical thinking (Fraudes, mitos y manías: por qué necesitamos el pensamiento crítico. 2003). Los testimonios, las fotografías, los moldes de las huellas y las muestras de pelo y sangre del bigfoot recogidas en los últimos cincuenta años son de una fragilidad tal que, paradójicamente, han servido a los críticos para poner al hombre mono americano contra las cuerdas.
Pies de barro
La mejor filmación de la bestia es la película de Patterson-Gimlin. Fue rodada el 20 de octubre de 1967 en Bluff Creek (California) por los vaqueros Roger Patterson y Bob Gimlin. Se ve en ella un homínido que, sorprendido en un claro, huye hacia el bosque a paso ligero al tiempo que vuelve la cabeza hacia la cámara. En su día, algunos criptozoólogos dedujeron de las imágenes que se trataba de una hembra; pero otros muchos sospecharon desde el principio que había hombre encerrado. La confirmación llegó en 2004 de la mano de Greg Long. Periodista y colaborador de Discovery Channel, averiguó que dentro del disfraz de bigfoot estaba metido un tal Bob Heironimus, trabajador de Pepsi a quien Patterson había prometido por su interpretación mil dólares que nunca pagó a pesar del dinero que ganó con la película.
Ninguna de las muestras de pelo y fluidos atribuidas al misterioso morador de los bosques norteamericanos ha superado, por su parte, la prueba del laboratorio. Hace tres años, por ejemplo, David Coltman, genetista de la universidad canadiense de Alberta, analizó un mechón de pelo recogido en Yukon por testigos de una aparición de un bigfoot que había dejado huellas dos veces más grandes que las de un ser humano. «El perfil de ADN de la muestra de pelo que recibimos de Yukon encaja con el de referencia del bisonte norteamericano», concluyó el biólogo. Cómo dejó un bóvido pisadas de apariencia humana es un misterio que, seguramente, podrían aclarar los testigos de la aparición.
El bigfoot tiene los pies de barro. Sus primeras huellas, las de 1958 que le dieron el nombre, fueron hechas en realidad con unas plantillas de madera por el constructor Ray Wallace, responsable de las obras junto a cuya maquinaria se descubrieron. Lo reveló la familia del empresario después de su muerte hace seis años y lo confirmó John Auman, uno de sus empleados. Según el trabajador, Wallace creó al homínido americano por razones prácticas: como los vándalos se cebaban por las noches con las herramientas, se sacó de la manga un monstruo que les metiera el miedo en el cuerpo. Luego, durante años, bromista, se dedicó a fabricar grabaciones de vídeo y fotografías del monstruo con las que deleitar a los criptozoólogos. «La realidad es que el bigfoot ha muerto», dijo Michael Wallace, su hijo, cuando el corazón del constructor dejó de latir el 26 de noviembre de 2002.
El libro
Monstruos. Una visión científica de la criptozoología (2007): el biólogo Eduardo Angulo ahonda en los orígenes de la creencia en Nessie, el yeti, el bigfoot y otros seres fantásticos, y examina las pruebas presentadas a favor de su existencia.
Reportaje publicado en el diario El Correo y en Magonia el 13 de agosto de 2008.