¡Estoy harto de ver cómo algunos científicos hacen el caldo gordo a los traficantes de misterios! No es algo nuevo. A finales del siglo pasado, ya había en España un programa de radio en el que hombres de ciencia compartían micrófonos con cazafantasmas, exorcistas, ufólogos, curanderos, parapsicólogos, videntes, vendedores de productos milagro y chiflados varios. Pero ha sido en los últimos años cuando ese modelo se ha consolidado gracias, sobre todo, a Cuarto milenio, el magacín del misterio que dirige Iker Jiménez en Cuatro, y a espacios radiofónicos como La rosa de los vientos, de Onda Cero y cuyo máximo responsable es el ufólogo Bruno Cardeñosa.
Herederos intelectuales de Fernando Jiménez del Oso y Juan José Benítez, Jiménez y Cardeñosa han conseguido lo que no lograron sus maestros: seducir a científicos hasta el punto de que colaboren entusiasmados en sus trapicheos esotéricos.
Nunca he alcanzado a comprender qué lleva a un biólogo, un arqueólogo, un físico, un antropólogo, un médico, un químico o cualquier otro científico a dejarse caer en espacios como los citados. Intuyo que, en muchos casos, no se trata de los quince minutos de fama warholiana ni un posible beneficio económico, sino de un sentido mal entendido del deber. Algunos investigadores creen que es su obligación acudir allí donde les llaman para compartir su saber con el público. Se confunden. No tiene sentido combatir, por ejemplo, la histeria antitransgénica o antiantenas ante una audiencia que ha renunciado de partida, y con orgullo, al pensamiento crítico y es declaradamente hostil a la ciencia. Es tan inútil como defender la evolución en un colegio del Opus Dei o una escuela coránica, o la castidad en un prostíbulo.
El científico hace en los programas esotéricos el mismo papel que en la gastronomía el picante: encubre el sabor de un alimento en mal estado. Lo que pretenden Jiménez, Cardeñosa y otros es que, a ojos y oídos del público, el sabio comparsa contagie su credibilidad a sujetos que nadie en su sano juicio se tomaría en serio y que son los auténticos protagonistas de estos espacios, individuos que graban voces fantasmales en cementerios, que antes decían que el ser humano no ha pisado la Luna y ahora que se encontró allí con alienígenas, que luchan contra el Diablo o buscan animales imaginarios… Si un premio Príncipe de Asturias -y lo han hecho varios- interviene en un segmento de Cuarto milenio, el espectador no avezado asumirá que quienes han salido antes y después son también expertos en la comunicación con los muertos, la medicina cuántica, la regresión a vidas pasadas o lo que sea.
Cada vez que un científico aparece en uno de estos programas da credibilidad a todo lo que en él se dice. Da igual que sólo hable de su especialidad y que lo haga en un segmento aparentemente aislado. Quienes antes o después que él den pábulo a ideas conspiranoicas o expongan sus investigaciones en casas encantadas se colocarán, ante el público, al mismo nivel que el científico.
Ya la revista Planète, fundada por Louis Pauwels y Jacques Bergier tras el éxito de El retorno de los brujos (1960), mezclaba astutamente ciencia, anticiencia y ciencia ficción. De ese cóctel -que sufrimos en Horizonte, la versión española dirigida por el ufólogo Antonio Ribera– salía beneficiada la segunda. En una publicación con acceso a las grandes agencias de venta de artículos y relatos, es muy probable que los autores cómplices de los desmanes de Pauwels, Bergier y compañía nunca se enteraran de cómo se usaban sus textos. Pero, en programas como Cuarto milenio y La rosa de los vientos, no hay justificación que valga. El científico puede no llegar a cruzarse en la emisora o el estudio con ningún chalado y grabar su segmento sin que incluya referencias a fenómeno paranormal alguno; pero eso no le exime de responsabilidad. Quien interviene en programas como los de Jiménez y Cardeñosa lo hace con conocimiento de causa e, indirectamente, colabora en la difusión de la superstición y la anticiencia.
Nota publicada en Magonia el 15 de abril de 2013.