A mediados de los años 90, un día que iba al trabajo en coche, escuché en un programa de radio una conversación alucinante. Una oyente, a la que habían diagnosticado un mal cuya curación precisaba de cirugía, preguntaba a una astróloga si tenía que operarse inmediatamente, como le habían dicho los médicos, o era mejor esperar. Ni corta ni perezosa, la bruja le respondió que, según su signo del Zodiaco, lo mejor era posponer la operación. No sé lo que hizo la mujer ni si la confianza en los astros le costó la vida, pero sí que aquello me sobrecogió, porque estaba dispuesta a seguir el dictado de las estrellas antes que el de la ciencia que había descubierto la causa de su enfermedad. Acabo de comprobar hace unos días que la desvergonzada astróloga sigue anunciándose en la prensa, a la caza de incautos.
Situaciones como la descrita son habituales. Aunque parezca mentira, en una sociedad como la nuestra, rica y acomodada, dependiente cada vez más de la ciencia y la tecnología, muchas personas se siguen refugiando en el pensamiento mágico, en cualquiera de sus variedades. Así, hay gente que confía en la homeopatía a la hora de enfrentarse a una enfermedad, cuando creer en esa llamada medicina alternativa no tiene más sentido que hacerlo en el poder de las estrellas o en el de una pata de conejo. La homeopatía propugna que una sustancia que provoca los mismos síntomas que una enfermedad puede curarla y que, cuanto más pequeña es la dosis, mayores son sus efectos. Una medicina homeopática es más efectiva cuanto más disuelto está el principio activo o, lo que es lo mismo, cuanto menos hay, algo que contradice no solo el conocimiento científico, sino también el sentido común.
Día a día, las autoridades sanitarias controlan la proporción de ciertas sustancias perjudiciales en el agua potable. Si el principio de la homeopatía –según el cual, cuanto más pequeña es la dosis, mayores son sus efectos– respondiese a la realidad, los ciudadanos de Occidente sufriríamos continuas alertas sanitarias por la baja concentración en el agua que bebemos de elementos perjudiciales para la salud, mientras que los habitantes de los países más pobres estarían mucho mas sanos que nosotros gracias a la alta contaminación de sus aguas. También nos emborracharíamos antes bebiendo vasos de agua con una gota de vino disuelta que tomando vasos de vino a secas. Nada de eso ocurre y, sin embargo, muchos conciudadanos nuestros gastan dinero en adquirir medicinas homeopáticas, productos que no contienen ningún principio activo. Si el principio de la homeopatía respondiese a la realidad, sería posible el suicidio homeopático. Sin embargo, hace cuatro años, una veintena de científicos belgas lo promovió como protesta porque las aseguradoras del país incluyeron la homeopatía entre sus servicios médicos. Ingirieron en grupo una dosis infinitesimal –por tanto, muy potente, según los principios homeopáticos– de un cóctel de venenos compuesto por belladona, arsénico y veneno de serpiente, entre otros; y no les pasó nada.
La astrología y la homeopatía son solo dos ejemplos de cómo el pensamiento mágico se ha instalado en las sociedades desarrolladas. Además de que la explotación de la superstición y la pseudociencia sea un magnífico negocio, ¿a quá se debe este fenómeno?, ¿es peligroso?, ¿merece la pena perder el tiempo explicando a la gente qué hay de cierto y de falso en las visitas extraterrestres, los monstruos, la comunicación con los espíritus, el feng shui…? Hay quienes creen que sí, como los autores de este libro, fruto de una iniciativa única en España impulsada desde una institución académica, la Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea; un medio de comunicación, el diario El Correo; y una asociación cultural que tiene como objetivo fomentar la práctica del pensamiento crítico, el Círculo Escéptico.
En noviembre de 2006, Bilbao acogió una jornada de divulgación científica titulada Misterios, a la luz de la ciencia. Enmarcadas dentro de los actos de la Semana Europea de la Ciencia y la Tecnología, las charlas estaban dedicadas a asuntos atrayentes para el público a los que la mayoría de los científicos apenas presta atención al considerarlos ajenos a su quehacer. Ciertamente, los extraterrestres, los monstruos y las témporas tienen poco que ver con la astrofísica, la biología y la meteorología, respectivamente. Pero los científicos de esas disciplinas son quienes, en principio, parecen más capacitados para discernir lo auténtico de lo falso en esos tres campos, siempre y cuando lo hagan de una forma clara, conscientes de que el público no puede saber de todo, pero, al mismo tiempo, tiene derecho a recibir una información veraz sobre aquello que le interese.
Ahora que en la televisión, la radio y los periódicos ha vuelto a cobrar auge el pensamiento esotérico, es más necesaria que nunca una comunidad científica comprometida que divulgue sus trabajos e ideas con claridad y de un modo atractivo, y al mismo tiempo guíe a sus conciudadanos por los lindes entre lo real y lo imaginario con la honestidad de quien tiene las pruebas a su favor. Ahora que algunos intentan sacralizar el misterio, convertirlo en algo intocable que no hay que tratar de explicar, sino ante lo que solo cabe asombrarse, conviene recordar que, si estamos donde estamos, si los aviones vuelan, muchas enfermedades se curan, vivimos más que ninguno de nuestros antepasados y comemos mejor, es porque el hombre ha explicado en los últimos siglos muchos misterios de la mano de la ciencia y su método.
La ciencia avanza explicando misterios, algo que en los últimos siglos nos ha degradado de Reyes de la Creación a unos actores del montón, aunque diferentes al resto porque somos capaces de conocer lo que nos rodea y a nosotros mismos. A mediados de siglo XVI, Nicolás Copérnico nos expulsó del centro del universo al probar que la Tierra gira alrededor del Sol, y no al revés; hace solo siglo y medio, Charles Darwin nos convirtió en un producto de la evolución de seres inferiores. Aún así, como decía el fallecido Carl Sagan, somos –de momento– la única manera del cosmos de conocerse a sí mismo.
Es bueno que nos preguntemos cosas, que busquemos explicación a lo aparentemente misterioso. Este libro responde a esa inquietud y da pistas para comprender mejor la trascendencia de algunas empresas y la imposibilidad de otras. Los tres primeros capítulos analizan la posibilidad de que haya vida en otros mundos, monstruos en el nuestro y sistemas de predicción meteorológica fiables basados en la sabiduría popular, de la mano del astrofísico Agustín Sánchez Lavega, el biólogo Eduardo Angulo y el meteorólogo Jon Sáenz. Después, el periodista científico Mauricio-José Schwarz nos ofrece una guía para la detección de camelos en un mundo donde cada vez más gente quiere engañarnos. El biólogo Juan Ignacio Pérez y el biofísico Felix Goñi reflexionan, por último, sobre el peligro que supone el auge del pensamiento mágico para sociedades democráticas como la nuestra. Los misterios están ahí no para adorarlos o para quedarnos embobados, sino para intentar explicarlos. Es lo que hacen los autores de este libro.
Publicado en junio de 2008 como prólogo de Misterios a la luz de la ciencia (Universidad del País Vasco), libro coordinado por Luis Alfonso Gámez con textos de Eduardo Angulo, Félix Goñi, Juan Ignacio Pérez, Jon Sáenz, Agustín Sánchez Lavega y Mauricio José Schwarz.