Cinco estudiantes del colegio La Salle de Beasain se pusieron el año pasado a investigar sobre los transgénicos. «Una de las cosas que tienen que hacer nuestros alumnos es identificar un problema que quieran corregir como servicio a la sociedad. Y ellos habían visto que hay mucho desconocimiento cuando se habla de transgénicos», explica Miren Peláez, profesora de Ciencias del centro. Los chicos, de 4º de la ESO (15 y 16 años), hablaron con científicos e hicieron un experimento en la Zientzia Azoka organizada por Elhuyar el 24 de abril en la plaza Nueva de Bilbao. Instalaron un puesto de talo con chorizo, con truco: había talo hecho a partir de harina de maíz transgénico y convencional. ¿Sería la gente capaz de diferenciarlos?
«Yo no lo fui; pero es que no como habitualmente talo con chorizo», dice Mertxe de Renobales, catedrática jubilada de Bioquímica y Biología Molecular de la Universidad del País Vasco. Como el resto de los participantes, ella no puso ningún pero gustativo al talo transgénico. Normal, porque con la transgénesis no se busca por ahora cambiar el sabor del alimento. Al mejorar genéticamente una planta se puede pretender que sea resistente a plagas o a herbicidas, que consuma menos agua, que se adapte mejor a un suelo determinado, que genere alguna sustancia que supla una carencia nutricional… La tecnología que se utiliza en los organismos genéticamente modificados (OGM) es un avance más en lo que el ser humano lleva haciendo desde que domesticó hace unos 10.000 años las primeras plantas y animales: alterar sus genes para adecuarlos a sus necesidades. «Nada de lo que hay en el supermercado es natural», advierte la bioquímica vasca. Ni nada de lo que se vende en las tiendas ecológicas.
Un mundo modificado
Todos los transgénicos son OGM, pero no todos los OGM son transgénicos. Un OGM es un organismo al que se ha alterado algún gen mediantes unas técnicas determinadas -por ejemplo, para retrasar la maduración-, mientras que un transgénico es un organismo en el que se han insertado genes de otra especie con esas mismas técnicas. Ahora eso se consigue mediante ingeniería genética, pero hay transgénicos anteriores a ella. La naranja nació al hibridarse accidentalmente un pomelo y un mandarino hace unos 3.000 años en China y un agricultor perpetuar la estirpe. Y el boniato, que empezó a cultivarse en Perú hace unos 8.000 años, es un transgénico natural que contiene ADN procedente de Agrobacterium, una bacteria que produce tumores en las plantas.
Durante miles de años el ser humano ha modificado especies mediante cruces sin saber muy bien lo que hacía. No conocía la ingeniería genética porque no sabía de la existencia de los genes. Aún hoy hay muchas personas que desconocen que todos los organismos tienen genes, que son los transmisores de la herencia, los que hacen que el vástago se parezca a sus progenitores o que sea propenso a las mismas enfermedades que ellos. Un estudio de la Fundación BBVA revelaba en 2012 que el 65% de los españoles cree que los tomates que come no tienen genes, frente a los producidos por ingeniería genética, que sí los tienen. El trabajo no ahondaba en las causas del error, pero bien podría deberse a las intensas campañas antitransgénicos de ciertos colectivos.
Cuando comemos pasta, comemos transgénicos. «El trigo duro, la variedad que se usa para la pasta, tiene cuatro genomas diferentes que le han llegado de cruces espontáneos de dos variedades diferentes, cada una con sus dos genomas. El trigo con el que se hace el pan de todos los días tiene seis genomas de tres especies diferentes», explica De Renobales. Vivimos en un mundo transgénico. Mire su cartera: los billetes de euro están hechos de algodón transgénico, como los pantalones vaqueros que puede que lleve puestos. Y millones de personas viven gracias a un fármaco transgénico. Desde los años 80, los diabéticos se inyectan insulina humana producida por variedades transgénicas de la bacteria Escherichia coli. La vida de esos enfermos dependía hasta entonces de insulina de vacas y cerdos -y antes con insulina extraída de páncreas de cadáveres- que podía provocarles reacciones adversas y enfermedades.
No hay en la naturaleza nada parecido al fresón, el plátano, el tomate o la patata que usted compra en el súper o la tienda ecológica. Son creaciones humanas a partir de especies silvestres pequeñas (fresa y tomate), venenosas (patata) o no comestibles por estar llenas de molestas semillas (plátano). Mediante la hibridación nuestros antepasados aprendieron hace miles de años a modificar especies a su gusto y no sólo vegetales, ahí está el perro, un lobo que hemos cambiado hasta extremos increíbles. Más recientemente, desde los años 50 del siglo pasado, la FAO tiene un programa, en colaboración con la Agencia Internacional de Energía Atómica, para mejorar los cultivos por irradiación.
Transgénesis y ecología
«Coges semillas, las sometes a radiaciones ionizantes artificiales que provocan muchas mutaciones, las siembras y te quedas con la planta con las características que estás buscando. A partir de ahí desarrollas la planta y pasa a formar parte de las variedades cultivables. También la agricultura ecológica usa ese tipo de plantas», indica De Renobales. Pero rechaza los transgénicos, algo que la mayoría de los científicos no se explica.
«No hay ninguna razón científica para que la agricultura ecológica no use los transgénicos resistentes a insectos, a virus y enfermedades, los tolerantes a la sequía y los que aportan mejoras nutricionales para aumentar su productividad por el sencillo procedimiento de reducir las pérdidas a la vez que mejora la calidad nutricional de estos productos», dice la bioquímica. El maíz Bt, por ejemplo, es un transgénico que produce una proteína de origen bacteriano que hace que, cuando lo muerde el taladro -una plaga en Estados Unidos, Argentina y comunidades autónomas como Aragón, Cataluña Extremadura y Navarra-, el insecto muera. El Bt del nombre se refiere a Bacillus thuringiensis, la bacteria que produce un veneno natural para ciertos insectos. Pues, bien, los ecologistas se oponen al uso este maíz por ser transgénico, pero la denominada agricultura ecológica fumiga sus plantaciones de maíz con Bacillus thuringiensis que al emplearse así es mucho menos efectiva.
La ingeniería genética permite a los científicos mejoradores de plantas saber en todo momento lo que hacen: qué gen han modificado o cambiado y revertir el proceso si fuera preciso. En casi 20 años de investigación y uso de transgénicos no se ha registrado en todo el mundo ningún problema sanitario ni ecológico, y eso que son objeto de férreos controles. «Pasan montones de pruebas antes de salir al mercado. Son tan seguros o más que un cultivo convencional o ecológico». De hecho, muchas intoxicaciones alimentarias registradas en Europa en los últimos años ha tenido su origen en la agricultura ecológica, incluida la mal llamada crisis del pepino español de 2011, que se saldó con la muerte de 34 personas -32 de ellas en Alemania- y más de 850 afectados, además de generar cientos de millones de pérdidas al campo español. Los causantes habían sido, en realidad, productos ecológicos alemanes.
Cuando hace unos meses acabaron su investigación sobre los transgénicos, los alumnos del colegio La Salle de Beasain llegaron a la conclusión de que los peligros que se asocian a ellos carecen de fundamento. «Y, además, ahora son más críticos no sólo con la información sobre transgénicos, sino en general. Han aprendido a leer las etiquetas de los productos y también, gracias a Mertxe (de Renobales), a que no se debe hablar sin saber», dice Miren Peláez.
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El control de las grandes empresas
Ante la falta de argumentos científicos contra los transgénicos, la oposición suele hacer hincapié en que su uso dejaría la alimentación mundial en manos de las grandes corporaciones de la biotecnología. Nadie lo niega, pero es que la alimentación mundial ya está en manos de las multinaciones. Y no sólo la alimentación. «¿De qué marca es tu móvil?, ¿y tu coche?, ¿y tu televisor?», pregunta Mertxe de Renobales cuando sale a colación el tema.
La oposición popular a los transgénicos en Europa, cuyo éxito se debe a campañas que fomentan el miedo, ha hecho que la UE ponga tantas trabas a este campo de investigación que grandes compañías como BASF han trasladado su actividad en esta área a EE UU. Si nada cambia, en un mundo con más de 7.400 millones de habitantes y creciendo, en el que los transgénicos son claves para garantizar la alimentación sin ampliar la superficie cultivable y dañar más el medio ambiente, los agricultores y consumidores europeos serán los grandes perdedores.
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109 premios nobel contra Greenpeace
«Greenpeace ha encabezado la oposición al arroz dorado, que tiene el potencial de reducir o eliminar gran parte de las muertes y las enfermedades causadas por la deficiencia de vitamina A que se ceban con las personas más pobres de África y el sudeste asiático», lamentaban 109 premios nobel en junio en una carta abierta. Y añadían: «¿Cuántas personas pobres deben morir en el mundo antes de que consideremos esto un crimen contra la Humanidad?».
Según la OMS, 250 millones de niños sufren de falta de vitamina A y cada año pierden por ello la vista entre 250.000 y 500.000 de 5 años, de los que la mitad fallece durante el año siguiente. La dieta de esos niños se basa fundamentalmente en el arroz, que carece de beta-caroteno, precursor de esa vitamina que está presente, por ejemplo, en la zanahoria. El arroz dorado produce beta-caroteno. Es un transgénico desarrollado en 1999 por Ingo Potrykus y Peter Beyer, que renunciaron a la patente para su uso humanitario. «Puede salvar a todos esos niños», dice Mertxe de Renobales. Sin embargo, nunca ha llegado al Sudeste asiático por la oposición de Greenpeace, porque según ellos es es un caballo de Troya para introducir más cultivos transgénicos y su eficacia no está probada, lo contrario de lo que sostiene la comunidad científica.
Reportaje publicado en el diario El Correo el 27 de septiembre de 2016 y en Magonia el 27 de enero de 2017.