«Nadie imagina hoy a Jesús de Nazaret caminando o sentado en las gradas de este formidable Coliseo romano. Sin embargo, así fue. Durante su estancia en la Roma del emperador Tiberio, el Maestro disfrutó también de los juegos y de la belleza de la capital del Imperio», sentencia Juan José Benítez mientras pasea por el anfiteatro Flavio. En la cuarta entrega de Planeta encantado, el periodista navarro interpreta el papel de quinto evangelista en el que tan a gusto se siente desde que publicó el primer volumen de Caballo de Troya, novela más que inspirada en el Libro de Urantia y en documentos atribuidos a los falsos extraterrestres del planeta Ummo. Mensaje enterrado -el episodio dedicado a la vida de Jesús de Nazaret- se presenta como «un puñado de pequeñas grandes historias» con las que el escritor pretende demostrar la «vergonzosa e interminable sucesión de errores y manipulaciones» de que han sido objeto la vida y el mensaje de Jesús. Estaría bien que Benítez se mirara al espejo, porque sus revelaciones oscilan entre lo conocido por cualquiera desde hace décadas y la versión delirante de la historia, con el imprescindible aliño marciano.
Los dos primeros errores que descubre, por mucho que se empeñe el novelista, son de sobra conocidos. Que, si en realidad existió, el Jesús bíblico no nació en el año 0, sino hasta siete años antes, y que no vino al mundo un 25 de diciembre, día de una festividad pagana de la que se apropió posteriormente el Cristianismo, eran secretos a voces cuando Benítez todavía estudiaba Periodismo en la Universidad de Navarra. Por eso, que diga que, «hoy, muy pocos saben» que la Iglesia asumió un festejo pagano para conmemorar el nacimiento de su Mesías, da risa. Tras ese tramposo preámbulo, aparece la estrella de Belén, para cuya explicación el director de Planeta encantado rechaza cualquier fenómeno astronómico, así como las interpretaciones teológicas que consideran todo el episodio de los Reyes Magos, éstos incluidos, un mito introducido por el evangelista Mateo para divinizar al protagonista. Para el ufólogo, «sólo pudo tratarse de un objeto brillante capaz de guiar a una caravana a lo largo de 1.300 kilómetros y, en consecuencia, tripulado inteligentemente». A partir de aquí, el despiporre, siempre según fuentes anónimas a las que Benítez alude como «mis noticias» y «mis informaciones», como podremos comprobar, bastante mal informadas.
El periodista se saca de la manga un Jesús de ficción que se salvó por los pelos de «la sangrienta represión de Herodes», quien, según él, habría matado a «dieciséis niños de Belén» a la caza del futuro rey de los judíos. Un Mesías que jamás se perdió en el templo, sino que pasó esos tres días «en casa de su amigo Lázaro, en Betania», y que, a los 27 años, recorrió de incógnito «el Mediterráneo y parte de Oriente», en un envidiable viaje de estudios con escalas en Alejandría, Creta, Cartago, Roma, Atenas, Damasco, Babilonia… Y aquí es donde sale Benítez en el Coliseo romano, pletórico, diciéndonos que en las gradas de ese anfiteatro se sentó Jesús a ver los juegos a principios de la tercera década del siglo I. Cuando le comenté la anécdota al periodista y arqueólogo Julio Arrieta, me tomó por loco: «¿Qué dices? ¿En serio? ¡No puede ser!».
Mi memoria es bastante mala mientras que la de Arrieta funciona con precisión suiza, así que inocentemente le pregunté por qué, tras lo cual me caí del caballo, como Pablo camino de Damasco, pero de risa. «Difícilmente pudo estar Jesús -ni él ni nadie- en el Coliseo entonces porque todavía no existía el edificio. En los tiempos en que Jesús debía andar currando con su viejo en la carpintería, el lugar donde se iba a construir el anfiteatro era una laguna», me explicó Arrieta, quien añadió que el edificio se empezó a levantar en 72 y se inauguró en 80. Estamos, una vez más, ante un jugoso fruto del periodismo de investigación que practica Benítez, a quien 8 millones de euros no dan para mirar en una enciclopedia o preguntar a un historiador.
El autor de Caballo de Troya nos cuenta después que Jesús no se retiró cuarenta días y cuarenta noches al desierto, sino que pasó ese tiempo «con sencillos beduinos». Además, si no hizo nada por evitar la ejecución de Juan Bautista, fue porque éste le hacía sombra y le venía bien quitárselo de en medio. Todo ello según los mismos misteriosos informantes que sientan a Jesús en un Coliseo inexistente y que permiten a Benítez datar hechos bíblicos con una fiabilidad digna del arzobispo anglicano James Ussher, quien en el siglo XVII llegó a la conclusión de que Dios creó el Universo a las nueve de la mañana del 23 de octubre de 4004 antes de nuestra era. Así, el ufólogo asegura que la escena bíblica en la cual Jesús expulsa a los mercaderes del templo -otra falsificación de los hechos, dice, ya que no hubo latigazos ni nada parecido- ocurrió el 30 de abril del año 30 y data al minuto dos de «las apariciones del resucitado» que la Iglesia «ha silenciado».
Los dos episodios post mortem son, junto a la escena del Coliseo, lo mejor del episodio, ya que el creador de misterios pone en boca de Jesús palabras en las que aboga por la igualdad de mujeres y hombres entre sus mensajeros y afirma que su doctrina no es propiedad de un pueblo determinado, sino de todos los seres humanos. Benítez no sólo oculta a los espectadores quiénes son sus informantes, sino que además también les escatima el hecho de que las bonitas y políticamente correctas frases que pronuncia su Mesías televisivo, así como las fechas que él da, provienen de la saga Caballo de Troya. Vamos, que estamos ante una novela, simple y llanamente ficción.
Reseña publicada en Magonia el 3 de noviembre de 2003.