«¡Nunca te rías de dragones vivos, Bilbo imbécil!», se dice a sí mismo el protagonista de El hobbit (1937) tras un accidentado encuentro con Smaug. Grande, con apariencia de reptil y el cuerpo cubierto de escamas, con garras, volador y escupidor de fuego, la de Smaug es la imagen más frecuentemente asociada en Occidente a esas bestias. Sin embargo, no todos los dragones encajan en ella. «En el mundo de los animales fantásticos, el dragón es único. Ninguna otra criatura imaginaria ha aparecido en una variedad tan rica de formas», apunta el zoólogo Desmond Morris en el prólogo de Dragones. Una historia ilustrada (1995), obra de su colega Karl Shuker.
Desde Alaska hasta Etiopía. Desde Europa central hasta India. Desde Polinesia hasta Norteamérica. Desde Japón hasta Mesopotamia. Desde los amuletos de jade chinos del Neolítico hasta las bestias de Daenerys Targaryen, la Madre de Dragones de la saga literaria Canción de hielo y fuego y la serie de televisión Juego de tronos. El dragón es universal. «Es el más gigantesco y también el más temible de los monstruos míticos. Al mismo tiempo, es también el más complejo. La razón es sencilla, el dragón es, por decirlo así, una criatura sintética», afirma el paleontólogo Willy Ley en El pez pulmonado, el dodo y el unicornio (1941).
Unicornios y gigantes nacen de interpretaciones fantásticas del rinoceronte y de fósiles de elefante, respectivamente, pero los dragones no tienen un único origen. Son hijos de muchas bestias. Pueden tener cabeza de lagarto o de serpiente, pero también de león o de ave rapaz; escamas de cocodrilo; patas de lagarto; alas de murciélago… Hay dos grandes tradiciones que se han influido mutuamente: la europea -con criaturas de cuatro patas y dos alas, malévolas, que expulsan fuego por la boca- y la china, con forma de serpiente con cuatro patas, controladora del agua y símbolo de poder, fuerza y buena suerte.
Las representaciones más antiguas de dragones son unos amuletos de jade de la cultura Hongshan, que se desarrolló en China entre hace 6.700 y 4.900 años. Serpentiformes, se parecen a los primigenios mediterráneos. En estas longitudes, las primeras menciones datan de la Grecia clásica. El drákon es una serpiente gigante -eso significa la palabra- como la Pitón de Delfos, guardiana del famoso oráculo a la que debemos pitonisa como sinonimo de adivina. Matt Kaplan, autor de The science of monsters. The origins of the creatures we love to fear (La ciencia de los monstruos. Los orígenes de las criaturas a las que nos encanta temer. 2012) y otros estudiosos creen que el mito del drákon y otros similares de la región mediterránea se basan en grandes serpientes como las que Plinio el Viejo (23-79) describe en su Historia natural. «En realidad, cuando hablaron de dracones, los autores clásicos quisieron decir culebras gigantes de la clase de la pitón. Plinio afirmó que vivieron en India y que caían desde los árboles sobre sus víctimas, a las que mataban enroscándose en ellas», ilustra Ley.
Fósiles de dragones
El dragón clásico europeo se modela en la Edad Media. Adquiere las capacidades de volar y de echar fuego por la boca en el siglo V, y se convierte en cuadrúpedo con alas de murciélago en el siglo XIII. A pesar de que por su aspecto tendemos a emparentarlo con los dinosaurios -y en particular con el tiranosaurio- esa idea carece de pruebas que la sustenten. Hasta el momento, no se conoce de ninguna historia de dragones que esté relacionada con fósiles de dinosaurios ni en Oriente ni en Occidente.
«En Europa la mayoría de las leyendas draconianas que pueden relacionarse con la paleontología están basadas en restos fósiles de mamíferos cuaternarios. Algo semejante ocurre en China, en este caso con huesos de mamíferos de edad cenozoica», explica José Luis Sanz en Mitología de los dinosaurios (1999). El paleontólogo español recuerda que muchas cuevas de Centroeuropa llevan «el nombre de caverna o guarida del dragón o de los dragones». Cuenta, por ejemplo, cómo en el siglo XVII dos médicos, el alemán Petersonius Hayn y el rumano Johann Georg Vette, hallaron en grutas de Moravia y de Transilvania huesos de dragones que, centurias después, se identificaron como de osos de las cavernas.
A principios del siglo XX, el paleontólogo austriaco Othenio Abel investigó la leyenda del dragón de Klagenfurt y descubrió que el cráneo hasta entonces considerado de la bestia era de un rinoceronte lanudo. En el otro extremo del mundo pasa lo mismo. «Los chinos llamaron huesos de dragón a cualquier fósil, a menos que fuera un diente de dragón«, ironiza Ley. Sanz destaca, no obstante, cómo algunos paleontólogos alemanes creen que el origen de ciertos dragones locales pudieron ser hallazgos de esqueletos completos de plesiosaurios, reptiles marinos -no dinosaurios- del Jurásico a los que también se relaciona con una criatura contemporánea no menos mítica, el monstruo del lago Ness.
Hijo de alimañas extintas y reales -como el cocodrilo y las grandes serpientes-, el inexistente dragón es omnipresente en nuestro mundo. ¿Por qué? Quizá porque un mamífero frágil, sin garras ni dientes, acostumbrado durante la mayor parte de su historia evolutiva a ser más presa que cazador, proyectó en un momento dado sus miedos en una criatura excepcional, poderosa y aterradora con las características de aquellas a las que más temía.
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El ardiente aliento de la bestia
Aunque no hay ni ha habido un animal como el dragón, es posible encontrar sus diferentes rasgos repartidos entre bestias reales. Todos, menos uno. No hay ninguna criatura que expulse o haya expulsado fuego por la boca. ¿De dónde sale entonces la idea de que el dragón lo hace?
Una de las primeras referencias a dragones que escupen fuego aparece en la Historia regum Britanniae (Historia de los reyes de Britania), escrita por el clérigo Godofredo de Monmouth entre 1130 y 1136. En la Britania del siglo V, el rey Vortigern quería construir una fortaleza en una colina galesa, pero no lo conseguía. Cada vez que los muros tomaban altura, la tierra temblaba y se venían abajo. El rey consultó a su consejo de sabios, que le dijo que todo se solucionaría derramando sobre el terreno la sangre de un niño sin padre. El monarca lo encontró, pero, antes del sacrificio, el niño le dijo que matarle no iba a servir de nada porque la razón última de sus problemas era que en el subsuelo había dragones que protegían la tierra. Los hombres de Vortigern excavaron y se encontraron con dragones que echaban fuego por la boca. Y el niño salvó el pellejo.
En The science of monsters. The origins of the creatures we love to fear, Matt Kaplan recuerda esa leyenda y plantea que el ardiente aliento del dragón bien pudo nacer en las minas de carbón de Gales y otros lugares cuando hombres con sus antorchas dieron con bolsas de grisú y provocaron explosiones. Al ignorar la causa, aquellos mineros atribuyeron las mortales llamaradas a una bestia. Y así el dragón empezó a vivir bajo tierra y a expulsar fuego.
Reportaje publicado en el diario El Correo el 16 de julio de 2017 y en Magonia el 18 de julio de 2017.