Hoy hace treinta años que la primera cadena de TVE estrenó Cosmos en España. Era jueves y fue en horario estelar, a las 21.35 horas, después del Telediario y antes del primer episodio de Ramón y Cajal, serie protagonizada por Adolfo Marsillach que se había emitido ya por la segunda cadena y se reponía en verano por la primera. Los principales diarios destacaron en sus páginas de televisión la llegada de la producción de Carl Sagan (1934-1996), llamando la atención, entre otras cosas, sobre el hecho de que se había grabado en doce países y -copio de El Correo de aquel día- contaba «con más de setenta secuencias de efectos especiales, muchas de ellas en las fronteras de la nueva tecnología, utilizadas para mostrar con todo detalle la grandeza, escala, complejidad, misterio y orden del Universo».
Los diarios -he consultado varios de la época- dijeron todos prácticamente lo mismo, echando mano de la información que había enviado TVE. «Cosmos comprende muchas ciencias y culturas, proporcionando al espectador una perspectiva cósmica de nuestro pequeño mundo», indicaban. Destacaban la participación en el proyecto de los expertos en efectos especiales «Robert Blalack, ganador de un Oscar por La guerra de las galaxias, y Jamie Shourt, quienes han utilizado revolucionarias técnicas cinematográficas como el zoom cósmico, en el que se han condensado en cuatro minutos millones de años de viaje a la velocidad de la luz, lo que da una idea muy gráfica de dónde está la Tierra y de lo diminuta que es en relación con el resto del Universo». «A través de los trece episodios de este programa -resumía la nota de la cadena-, el doctor Sagan lleva a los espectadores a través del tiempo y del espacio para explorar lo que él denomina «las más profundas conexiones del ser humano con un vasto e imponente univeso, en el que flotamos como un grano de arena en el océano cósmico»».
Supongo que, si aquella noche me senté ante la pequeña tele de la casa de veraneo, fue atraído por lo que había leído en El Correo. Como muchos, vi Cosmos por primera vez en blanco y negro, y aún así me atrapó. Aquel tipo de jersey de cuello vuelto, que gesticulaba tanto, transmitía tanta pasión… Había efectos especiales, sí; pero lo importante -siempre es lo importante- era la historia. Lo que Sagan contaba y cómo lo contaba. Ayudó también la voz de José María del Río doblando al científico, por la que merece la pena tener la edición española de la serie. Tengo Cosmos en DVD -la tuve antes en VHS- en dos versiones: la original, que me compré en cuanto pude, y la española, por cortesía de Patricia Fernández de Lis, directora de Materia y responsable de ciencia del desaparecido diario Público cuando éste distribuyó la obra maestra de Sagan.
«El Cosmos es todo lo que es, o lo que ha sido o lo que será. La contemplación del Cosmos nos perturba. Sentimos un hormigueo en la espina dorsal, una nudo en la garganta, una vaga sensación, como si fuera un recuerdo lejano, de que nos precipitamos en el vacío. Sabemos que nos estamos acercando al mayor de los misterios», decía el fallecido astrofísico al comienzo de «En la orilla del océano cósmico», el primer episodio. Inmediatamente después, añadía que, «para encontrar esta verdad, necesitamos imaginación y escepticismo a la vez. No nos asusta especular, pero tendremos cuidado al distinguir entre especulación y hechos». Y, unos segundos más tarde, que «el Cosmos también está dentro de nosotros. Estamos hechos de materia de estrellas y somos el medio para que el Cosmos se conozca a sí mismo». Ésos eran los mensajes de los cinco primeros minutos de una producción hasta hoy insuperable, escrita con el objetivo de cautivar al espectador.
Escéptico comprometido
Además de un extraordinario divulgador, Carl Sagan fue un escéptico militante. Fue uno de los fundadores del Comité para la Investigación Científica de las Afirmaciones de lo Paranormal (CSICOP), lo que hoy es el Comité para la Investigación Escéptica (CSI), organización a la que apoyó siempre que se le necesitaba, según me confesó Paul Kurtz, expresidente de la entidad, hace unos años. Ese escepticismo, presente en Cosmos, se plasmó en artículos de revistas, capítulos de libros tan recomendables como El cerebro de Broca (1979), donde bautizó a los vendedores de misterios como fabricantes de paradojas, y obras como El mundo y sus demonios (1995), un completísimo tratado sobre pensamiento crítico escrito por el Sagan más escéptico y comprometido.
En 1987, pedí sin mucha fe permiso para publicar, en la revista de los escépticos españoles, el artículo de Sagan «The burden of skepticism», que había leído en The Skeptical Inquirer. La respuesta del divulgador no se hizo esperar: nos autorizó a cambio de recibir una copia de la revista. Por desgracia, los responsables de la publicación española debieron de olvidar el artículo y la autorización en un cajón y nunca se publicó. Sagan podía pedir el dinero que quisiera por sus trabajos, pero, llegado el momento, no dudaba en respaldar iniciativas de las que no iba a sacar nada. Echen una ojeada a la colección de artículos de y sobre Sagan del CSI, y se darán cuenta de la profunda huella del autor de Cosmos en el movimiento escéptico. Como escriben mis compañeros estadounidenses, esos textos muestran que «Sagan fue un tipo muy raro. Era un auténtico científico e investigador, también experto en comunicar las ideas científicas al público en general, un individuo que se sentía igual de cómodo solucionando cadenas de ecuaciones que creando de cadenas de palabras, un escéptico que refutaba las creencias infundadas y a menudo peligrosas de sus congéneres sin perder nunca su fe en la Humanidad».
Sagan reivindicó en la televisión lo innecesario de la divinidad desde un punto de vista científico. “Si el cuadro general de un universo en expansión y de un Big Bang es correcto, tenemos que enfrentarnos con preguntas aún más difíciles. ¿Cómo eran las condiciones en la época del Big Bang? ¿Qué sucedió antes? Había un diminuto universo carente de toda materia y luego la materia se creó repentinamente de la nada? ¿Cómo sucede una cosa asi? Es corriente en muchas culturas responder que Dios creó el universo de la nada. Pero esto no hace más que aplazar la cuestión. Si queremos continuar valientemente con el tema, la pregunta siguiente que debemos formular es evidentemente de dónde viene Dios. Y, si decidimos que esta pregunta no tiene contestación, ¿por qué no nos ahorramos un paso y decidimos que el origen del universo tampoco tiene respuesta? O, si decidimos que Dios siempre ha existido, ¿por qué no nos ahorramos un paso y concluimos diciendo que el universo siempre ha existido?”, decía en el décimo episodio de Cosmos, titulado «El filo de la eternidad». La primera vez que escuché este razonamiento por boca de Sagan me sorprendió por su lógica aplastante.
Ahora mismo, hay una nueva versión de Cosmos en marcha a cargo de Ann Druyan, divulgadora científica y viuda del astrofísico, Steven Soter y el astrónomo Neil deGrasse Tyson. Es muy posible que sea una magnífica producción -Druyan y Soter fueron coartífices de la serie original y de su magia-, pero no creo que tenga el impacto de la de Sagan, el mejor divulgador científico que ha habido. Después de ver Cosmos, compré el libro homónimo, del que he releído fragmentos en incontables ocasiones. Creo que fue el primer título que leí de Sagan, del que tengo todo lo publicado en español y la versión inglesa de algunos libros. Cosmos (1980), La conexión cósmica (1973), Los dragones del Edén (1977), Murmullos de la Tierra (1981), Un punto azul pálido (1994)… Son títulos brillantes que invitan a soñar y a pensar. La lectura de Miles de millones (1997), obra póstuma preparada por Druyan, me emocionó tanto como, años después, la de It’s been a good life (Ha sido una buena vida, 2002), la autobiografía de Isaac Asimov revisada por su viuda, Janet Jepson Asimov.
Como escribí cuando Fernández de Lis me pidió una opinión, Cosmos es la serie de divulgación que mejor ha transmitido al gran público el sentido de la maravilla. Es una delicia cuya visión, 33 años después de su estreno en Estados Unidos por la PBS, tiene todavía un enorme poder evocador. Sagan contagia al espectador su pasión por la ciencia, y por el conocimiento en general, como nadie lo ha hecho hasta ahora. Es su entusiasmo el que hace de esta serie algo único, inigualable hasta el momento. Y el que me anima, de vez en cuando, a volver a ver algún episodio o fragmento y revivir el goce con el que la vi por primera vez cuando TVE la estrenó en España. Y no soy el único. Todo en ella está perfectamente acompasado, el texto, las imágenes y la música, imposible de encontrar en España durante muchos años y que fue el objetivo mi primera compra por Internet en 1996, el principio de un vicio -la caza de discos, películas y libros por la Red- al que me parece que nunca podré renunciar.
Esta noche, a las 21.35 horas, cogeré el DVD del primer episodio de Cosmos y volveré a mojar los pies en las orillas del océano cósmico, como hace 30 años.
Gracias, Carl Sagan, por inocularnos el sentido de la maravilla, por explicarnos que somos polvo de estrellas, por descubrirnos que somos una manera del Cosmos de conocerse a sí mismo, que procedemos de las estrellas y algún día volveremos a ellas.
Nota publicada en Magonia el 15 de julio de 2012.