La Enterprise, nave insignia de la Flota Estelar de la Federación de Planetas Unidos, viaja entre las estrellas desde el 8 de septiembre de 1966. Se aleja de nosotros a 300.000 kilómetros por segundo, la velocidad de la luz, y está a punto de alcanzar las inmediaciones de 58 Eridano. Si alrededor de esa estrella, del mismo tipo que el Sol, se ha desarrollado una civilización tecnológica, es posible, aunque altamente improbable, que algunos de sus miembros se enganchen a las aventuras televisivas del capitán Kirk y el primer oficial vulcano Spock, protagonistas de la serie Star trek, cuyo primer episodio habrá tardado 44 años en llegar hasta 58 Eridano.
La primera emisión televisiva con potencia para traspasar la atmósfera terrestre fue la de Hitler inaugurando los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936. Con el paso de los años, según se generalizaron la radio, la televisión y el radar, gritamos cada vez más alto al Universo que estamos aquí. «Pero nuestro pico de transmisiones fue muy corto», advierte el astrofísico argentino Guillermo Lemarchand, autoridad mundial en la búsqueda de inteligencia extraterrestre (SETI, por sus siglas en inglés). La vociferante Humanidad empezó a bajar el volumen al acabar la guerra fría -«en los años 80, los gritos más poderosos los daban los radares militares: en su cotidiano barrido del cielo para detectar un posible ataque nuclear, iluminaban como mínimo durante 7 segundos cada región del cielo»- y casi enmudecerá con el cese de la radio y la televisión analógicas.
Las antenas convencionales emiten las señales analógicas en todas direcciones con una potencia miles de veces mayor que la necesaria para las digitales, aunque éstas ofrecen más calidad de imagen y sonido. Además, las señales digitales se transmiten por cable o fibra óptica, o se envían directamente a satélites que las rebotan hacia la Tierra, con lo que casi no escapa ruido al espacio. «Dentro de muy poco seremos indetectables», advertía en enero el astrónomo Frank Drake durante una reunión sobre SETI celebrada en Londres. Según este pionero en la búsqueda de extraterrestres, la radiación inteligente que hoy escapa de nuestro planeta no supera los 2 vatios de potencia, el máximo permitido para un móvil en España. Y hacia 2020, cuando el apagón analógico sea casi mundial, será todavía más débil.
Un pajar como 35 Tierras
¿Es posible que ese mismo camino lo hayan recorrido otras civilizaciones y por eso no las escuchemos? «No creo que ésa sea la explicación a la ausencia de contacto. Un argumento mucho más razonable es que apenas hemos comenzado nuestra búsqueda, con menos de un millar de sistemas estelares cuidadosamente examinados hasta la fecha. No es de extrañar que todavía no hayamos encontrado nada», responde desde California el astrónomo Seth Shostak, del Instituto SETI. Las cifras del Universo juegan a su favor: se calcula que tiene unos 13.700 millones de años y unos 100.000 millones de galaxias, con una media de 100.000 millones de estrellas cada una.
«Limitando la búsqueda a nuestra galaxia y suponiendo que en ella hay al menos un millón de civilizaciones homogéneamente distribuidas, las variables a considerar en el espectro electromagnético -frecuencia, potencia, distancia, polarización…- definen el área de localización como el equivalente a un pajar de 35 veces el volumen de la Tierra», ilustra Lemarchand, quien cree que todavía falta mucho para temer, con fundamento, que estemos solos.
El rastreo del cielo a la caza de emisiones inteligentes empezó hace 50 años. Entre abril y junio de 1960, Frank Drake usó la antena del observatorio de Green Bank durante 200 horas para captar posibles señales de Epsilon Eridani y Tau Ceti, dos estrellas de la edad del Sol que están a 10, 5 y 12 años luz de nosotros, respectivamente. Llamó a la iniciativa Proyecto Ozma, por la reina de la mágica tierra de Oz. No hubo suerte entonces ni la ha habido después. Gracias a SETI, sin embargo, se identificó en 1967 el primer púlsar, una estrella de neutrones que emite radiación a intervalos que oscilan entre el milisegundo y unos segundos. Sus descubridores, los astrofísicos Jocelyn Bell y Antony Hewish, lo bautizaron como LGM-1 -de Little Green Men (hombrecillos verdes)- porque creyeron al principio que era un faro o un sistema de comunicación alienígena.
«Es más fácil que nosotros detectemos extraterrestres que ellos nos detecten porque, para que nos descubran, tienen que estar como mucho a unos 75 años luz, que es la distancia que han recorrido nuestras emisiones más antiguas», explica Lemarchand. Sólo hay unas 15.000 estrellas a menos de 100 años luz. Por el contrario, nada impide en teoría que nuestros radiotelescopios recojan señales enviadas por una civilización tecnológica hace cientos, miles o millones de años. Además, medio siglo de búsqueda es mucho desde el punto de vista de una vida humana, pero ni un suspiro para el Universo. Si redujéramos la edad del Cosmos al equivalente a un año y el Big Bang hubiera ocurrido el primer segundo del 1 de enero, el asteroide que acabó con los dinosaurios habría caído el 28 de diciembre y ¡habríamos empezado a buscar extraterrestres en la última décima de segundo de Nochevieja! Las dimensiones y la edad del Universo no son, por tanto, razones para desanimarse por la falta de contacto.
Telefonazos a otros mundos
A Shostak tampoco le inquieta que otras civilizaciones hayan seguido el mismo camino que nosotros y digitalizado sus emisiones de radio y televisión. «Cualquier sociedad avanzada necesita transmisores potentes, como radares para vigilar los cometas de larga duración. Por eso no me preocupa que todas sean completamente silenciosas desde la perspectiva de la radio y televisión». El astrofísico estadounidense cree, además, que esos extraterrestres pueden estar enviando mensajes al espacio con el único objetivo de que las detecten otros seres inteligentes. Nosotros ya lo hemos hecho varias veces.
Llamamos por primera vez a otros mundos el 16 de noviembre de 1974 para celebrar la remodelación del radiotelescopio de Arecibo, cuya antena tiene 305 metros de diámetro y está construida en una depresión de la selva portorriqueña. El último telefonazo a ET consistió en 5.000 mensajes de particulares enviados en marzo al espacio desde Reino Unido con motivo de la celebración de la Semana Nacional de la Ciencia y la Ingeniería. El mensaje de Arecibo fue diseñado por Frank Drake y Carl Sagan, que ya habían conseguido que las sondas Pioneer 10, en marzo de 1972, y Pioneer 11, en abril de 1973, despegaran con sendas placas dirigidas a otras inteligencias: incluían nuestra dirección cósmica y las siluetas de un hombre, de una mujer y de la nave a la misma escala para que los alienígenas se hicieran una idea de nuestras proporciones.
Las dos Pioneer y las dos Voyager -que llevan cada una un disco de oro con sonidos de la Tierra y despegaron en 1977- tardarán entre decenas de milenios y millones de años en llegar a otra estrella, aunque son los ingenios más veloces construidos por el hombre: la Pioneer 11, la más lenta, viaja a 42.000 kilómetros por hora y la Voyager 1, la más rápida, a 63.000. Pero es que las distancias interestelares se miden en años luz, años viajando a la velocidad de la luz, la que alcanzan las ondas de radio. Por eso, la señal enviada desde Puerto Rico en 1974 llegará al punto hacia el que se mandó, situado a 25.000 años luz, en 25.000 años mientras que la Pioneer 10 tardará 1.690.000 años en alcanzar la estrella Aldebarán, a sólo 65 años luz.
¿Qué nos contarán?
No se espera que el mensaje de Arecibo tenga respuesta porque, debido a la rotación de la galaxia, el cúmulo de estrellas M13, al que iba dirigido, no estará ahí cuando llegue. La señal de radio contiene un gráfico del Sistema Solar; los números del uno al diez; los números atómicos del hidrógeno, el carbono, el nitrógeno, el oxígeno y el fósforo -componentes del ADN-; y la figura de un ser humano y su altura. «Nosotros tenemos capacidad tecnológica para detectar emisiones de ese tipo. Teóricamente, Arecibo podría hablar con otro Arecibo del centro de la galaxia, a unos 30.000 años luz», dice Lemarchand. Pero ¿de qué conversarían dos Humanidades totalmente extrañas?
Sagan, uno de los más entusiastas impulsores de SETI, creía que las supercivilizaciones de la Vía Láctea podrían haber redactado una suerte de Enciclopedia galáctica que sería lo primero que recibirían los nuevos socios del club. El primer contacto supondría, así, una especie de inmersión en el conocimiento más increíble de la mano de sociedades miles, si no millones, de años más avanzadas que la nuestra. Lemarchand no comparte ese optimismo tan característico del autor de Cosmos y descarta que, de buenas a primeras, vayamos a recibir tan fantástico regalo. «La distancia impedirá que determinen nuestro grado evolutivo y poner ese conocimiento en manos de alguien no preparado sería como darle a un niño un ingenio nuclear».
En un primer momento, la alarma puede saltar por una sucesión de números primos, los divisibles por sí mismos y por uno: 2, 3, 5, 7, 11, 13, 17, 19, 23, 29, 31, 37… Una secuencia así es el clásico saludo inicial en las historias de ciencia ficción sobre el primer contacto porque no se sabe de ningún fenómeno natural que genere una serie de primos: se trata de una especie de ¡Hola! matemático. En Contacto (1985), la novela de Sagan llevada al cine por Robert Zemeckis en 1997 con Jodie Foster de protagonista, tras ese saludo llegan los planos para construir una supermáquina. ¿Y en la realidad? Nadie lo sabe. Lemarchand sospecha que «el contenido del primer mensaje estará seguramente relacionado con el arte». De hecho, igual ya nos ha llegado y no nos hemos enterado.
Tribu cósmica
Puede que estemos tan solos en el Cosmos como en la Tierra una tribu del Amazonas cuya tecnología más avanzada sea el arco y las flechas. Ese grupo primitivo no sabe de la existencia de los otros 6.800 millones de seres humanos con los que comparte el planeta porque, simplemente, no dispone de los equipos necesarios para captar las señales de radio, televisión y radar que bañan su rincón del mundo. «El 99% de la información del Universo viaja en señales electromagnéticas. Pero una supercivilización de millones de años que quiera comunicarse con otras a su nivel puede estar usando neutrinos, que no interaccionan con nada y son muy eficaces para el viaje a grandes distancias», apunta Lemarchand. Nada impide, por tanto, que seamos a escala galáctica el equivalente a una tribu perdida de la Edad de Piedra.
«En una galaxia con millones y millones de planetas, me resulta difícil imaginar que no haya alguien ahí fuera», dice Shostak. Su colega argentino coincide. Cree que, si revisado el 80% del gigantesco pajar no hemos encontrado ninguna aguja, podría ser que estuviéramos solos en la Vía Láctea. Pero, por ahora, la ausencia de evidencia no es evidencia de ausencia; la falta de pruebas no prueba nada cuando, como decía Sagan, apenas hemos mojado los dedos de los pies en el océano cósmico. Y es que, según Lemarchand, en 50 años sólo hemos examinado el 0,000000000000001% (un cero seguido de una coma y 14 ceros antes del uno) de ese pajar del tamaño de 35 Tierras al que equivaldría sólo nuestra galaxia.
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Formas de vida inconcebibles
La ciencia ficción ha llenado el Universo de seres inteligentes parecidos a nosotros, variaciones de diferentes colores, con escamas, antenas o corazas naturales, que forman familias y sociedades similares a las nuestras… y con los que en algunos casos hasta podemos tener descendencia. Resulta, sin embargo, extremadamente improbable -por no decir, imposible- que el primer contacto esté protagonizado por un alienígena así, porque cualquier extraterrestre habrá sido evolutivamente modelado por su entorno como nosotros lo hemos sido por el nuestro. «Sospecho que puede haber ahí fuera vida e inteligencia en formas que ni siquiera podemos concebir. Y puede haber, desde luego, formas de inteligencia más allá de la capacidad humana, tan alejadas de ésta como ésta está de la del chimpancé», decía hace unas semanas el cosmólogo Martin Rees.
El presidente de la Sociedad Real británica, la academia científica más antigua del mundo, llamaba con estas palabras la atención sobre algo evidente: el único ejemplo de inteligencia que conocemos somos nosotros. Y somos una especie recién llegada, apenas llevamos sobre la Tierra 7 millones de años si nos remontamos a los primeros homínidos. «Los extraterrestres podrían estar mirándonos a la cara sin que les reconociéramos. El problema es que estamos buscando algo muy parecido a nosotros, asumiendo que tienen al menos algo semejante a nuestras matemáticas y tecnología», argumenta Rees.
Lemarchand cree, sin embargo, que «independientemente del camino evolutivo, que genera patrones cognoscitivos distintos, habrá ideas que tengamos en común, como las leyes de la física y la química». Y que, en el Cosmos, puede pasar como en la Tierra, donde diferentes culturas han llegado a descubrimientos similares a lo largo de la Historia sin tener ningún intercambio de información entre ellas. «Lo mismo debe ocurrir a escala universal».
Reportaje publicado en el diario El Correo y en Magonia el 12 de abril de 2010.