
El tarot es una baraja a la que en los dos últimos siglos le han inventado una tradición milenaria como herramienta para ver el futuro. Habrá quien se escandalice por la existencia del Tarot de la Ciencia; pero a mí me parece una magnífica idea la que tuvieron hace siete años los divulgadores Logan Austeja Daniel, Martin Azevedo y Raven Hanna. «Quiero sacar la ciencia a la calle de una forma amigable, para que la gente que no tiene necesariamente una relación con ella se dé cuenta de que forma parte de sus vidas», explicaba la semana pasada Hanna, doctora en bioquímica, a The Scientist.
Coger algo popular vinculado a la charlatanería y convertirlo en un instrumento de divulgación científica me parece una jugada maestra. Hay quien teme que haya gente que pueda interpretar la iniciativa como una legitimación de los echadores de cartas. Puede ser que haya quien lo haga, pero siempre hay quien cree cualquier cosa. Estamos ante una reivindicación de unas cartas de juego, que eso fue el tarot hasta el siglo XVIII, como herramienta de difusión del conocimiento. Además, como ha declarado Tucker Hiatt, de los Escépticos del Área de la Bahía de San Francisco, «me encanta la idea de la ciencia tratando de reclamar un territorio que previamente ha sido anticientífico». Algunos ya ven el Tarot de la Ciencia, de cuya existencia me he enterado a través de Julio Arrieta, una herramienta a introducir en la escuela para enseñar ciencia, lo que son un ribosoma y una gigante roja.