El número 19 de El Escéptico (mayo-agosto 2005) viene con un suplemento destinado a educadores. El EscolARP consiste en cuatro páginas, coordinadas por José Luis Cebollada y Jorge J. Frías, que aspiran a convertirse en una herramienta para formentar el pensamiento crítico en las aulas. La primera entrega incluye una larga presentación, en la que los coordinadores dicen estár «convencidos de que el desarrollo del pensamiento crítico va indisolublemente unido a la enseñanza de las ciencias y al fomento de la participación de los alumnos», una afirmación un tanto temeraria en su primera parte. El resto del suplemento -que iba a ir en las páginas centrales de la revista, pero por un error ha tenido que encartarse- está dedicado a ilustrar lo inmensamente grande que es el Universo y al análisis en clase de una película sobre el proyecto Manhattan, Creadores de sombras.
La idea de El escolARP es buena; pero el enfoque de este primer número me parece poco atractivo para el público al que va dirigido. Sólo se salva de un tono demasiado académico -faltan imágenes- el ejemplo del tamaño del Sistema Solar, tomado de un artículo de Richard Dawkins publicado en El Escéptico en 1999 y cuyo complemento cinematográfico ideal hubiera sido La guerra de los mundos -la versión antigua o la recién estrenada- o cualquier otra cinta sobre invasiones extraterrestres. Así, los escolares podrían debatir sobre la posibilidad de una guerra interplanetaria, contraponiendo los habituales clichés de Hollywood con lo que conocemos del Cosmos. Sinceramente, se me escapa la relación que puede tener con el escepticismo científico una película sobre el proyecto Manhattan, que más bien parece una especie de extensión de una clase de Historia normal y corriente.
Es una temeridad decir que «el desarrollo del pensamiento crítico va indisolublemente unido a la enseñanza de las ciencias», cuando ha habido y hay destacados pensadores sin apenas formación científica mucho más lúcidos y racionales que la mayoría de los licenciados universitarios de cualquier facultad de ciencias. De tanto repetirla, esta afirmación gratuita que hace de la comprensión de la ciencia la llave del racionalismo se ha convertido en los últimos años en una especie de mantra de ciertos escépticos. La idea de que el pensamiento crítico sólo está presente en las ciencias duras, como se las llamaba antes, ha calado tan hondo en algunos destacados representantes del escepticismo organizado español que han llegado a hablar de ARP-Sociedad para el Avance del Pensamiento Científico, en vez de ARP-Sociedad para el Avance del Pensamiento Crítico. Como licenciado en Historia y escéptico militante desde hace casi dos décadas, estoy un poco harto de escuchar esa cantinela cuando ni toda la física ni la química ni la biología del mundo juntas sirven para desmontar, por ejemplo, los disparates de El código da Vinci o explicar lo que supuso para Egipto la construcción de las pirámides y que no hicieron falta extraterrestres.
El EscolARP es una interesante inciativa, siempre y cuando se circunscriba a las materias propias del escepticismo científico. El principal riesgo estriba en que intente extenderse al campo la divulgación de la ciencia, algo que ya se intuye como una amenaza en este primer número. Hacerlo sería para mí un error, porque ya existen publicaciones profesionales que abordan ese aspecto y con las que Cebollada y Frías, por muchas ganas que le echen y muy bien que lo hagan, jamás podrán competir. El nicho natural del suplemento educativo de El Escéptico es el análisis de la pseudociencia, de la superstición, de las afirmaciones extraordinarias, y ahí es donde puede dar mucho juego. Quizá lo que tengan que hacer los coordinadores es tomar como ejemplo The Junior Skeptic, el suplemento juvenil de la revista Skeptic, editada por la Sociedad Escéptica y que dirige Michael Shermer.
El resto de la revista responde a lo que vienen siendo los últimos números de El Escéptico: un conjunto de artículos más o menos interesantes que podían haberse publicado hace años o pueden publicarse dentro de unos años, con una maquetación que, lamentablemente, retrocede en calidad respecto al número 18. El dossier especial se centra en la creciente oposición a la vacunación -tema que ilustra la portada con una imagen que me costó ver– y hay historias sobre Velikovsky, las caras de Marte y la idea de que los alunizajes nunca sucedieron. La otra foto de portada es la de una supuesta primicia editorial, supuesta porque el libro –Ciencia para Nicolás (Editorial Laetoli), de Carlos Chordá- salió al mercado en abril. Por muy interesante que sea este manual de ciencia, no me parece lógico que se dediquen doce páginas de la revista a un primer capítulo, del que encima sólo una mínima parte esta dedicado a lo paranormal. El prólogo de la obra de Chordá está firmado por Javier Armentia, que es también el director de una futura colección de libros escépticos que va a publicar Editorial Laetoli y en la que van a participar destacados miembros de ARP-Sociedad para el Avance del Pensamiento Crítico.
Armentia da en la sección de noticias su visión de lo ocurrido a finales de 2004 en el caso de las caras de Bélmez. La explicación se me ha hecho demasiado corta, quizá porque esperaba que, después del último escándalo, los rostros del cemento protagonizaran la portada de El Escéptico y que, por fin, alguien desmontara el enigma de cabo a rabo. ¿La buena noticia? Que Félix Ares, quien se lamenta con razón en el editorial del avance de la superstición en la Universidad española, por fin ha encontrado en su archivo las fotos que Gabriel Naranjo sacó en Bélmez de la Moraleda cuando los dos visitaron el pueblo a mediados de los años 80 y que desde entonces habían estado perdidas. Además, en la sección de libros destaca la publicación del guión de la versión radiofónica de La guerra de los mundos de Orson Welles, que incluye un CD con la grabación del programa.
Nota publicada en Magonia el 15 de julio de 2005.