Ricardo Blázquez, presidente de la Conferencia Episcopal Española (CEE), criticó ayer en Valencia con dureza lo que él considera un intento de apropiación de los Evangelios «por parte de personas y grupos extraños», y reivindicó a la Iglesia como única legítima custodia de «la memoria de Jesús». «Sólo a la Iglesia confió Jesús su Evangelio», dijo en el Congreso de Teología que se celebra en Valencia dentro del V Encuentro Mundial de las Familias. El obispo de Bilbao censuró la publicación del Evangelio de Judas en coincidencia con la Semana Santa y a quienes dijeron que «obliga a revisar todo lo que sabemos sobre Jesús», y añadió que existe una predisposición «a admitir que el cristianismo transmitido por la Iglesia ha ocultado cosas importantes y que la historia se ha deformado» en asuntos sustanciales, en clara alusión a El código Da Vinci y sus innumerables secuelas.
El mensaje de Blázquez es mucho más que una pataleta en vísperas de una visita papal, en un momento en el que la jerarquía de la Iglesia española se siente con respaldo suficiente como para sostener disparates como que en los dos últimos años en este país se «ha sufrido un gravísimo deterioro en el tema de la familia». El obispo parece querer profundizar con su discurso en la línea marcada por la instrucción pastoral emitida el 30 de marzo por el organismo que preside, bajo el título de Teología y secularización en España. A los cuarenta años de la clausura del Concilio Vaticano II. Este documento rechaza que los textos bíblicos puedan ser objeto de estudio por parte de las ciencias humanas, al tratarse de verdades reveladas por la divinidad.
«En algunas ocasiones los textos bíblicos se estudian e interpretan como si se tratara de meros textos de la Antigüedad. Incluso se emplean métodos en los que se excluye sistemáticamente la posibilidad de la Revelación, del milagro o de la intervención de Dios. En lugar de integrar las aportaciones de la historia, de la filología y de otros instrumentos científicos con la fe y la Tradición de la Iglesia, frecuentemente se presenta como problemática la interpretación eclesial y se la considera ajena, cuando no opuesta, a la exégesis científica. El olvido de la inspiración y del canon de la Sagrada Escritura, como si se tratara de principios irrelevantes para la auténtica comprensión del texto sagrado, no deja de constituir una grave preocupación.
El problema no radica en la utilización de los recursos de la filología o de todos los datos que la investigación nos ofrece, sino de aquellos presupuestos filosóficos e ideológicos de los métodos, que resultan incompatibles con la confesión de Cristo, centro de las Escrituras. Dichos métodos son muy útiles y necesarios dentro de su ámbito, pero no pueden tener, por su propia naturaleza, la última palabra en la comprensión de un texto bíblico cuyo elemento determinante es la inspiración. Sería algo semejante a querer comprender la persona e identidad de Cristo prescindiendo de su carácter divino, y, además, presentar tal comprensión como una conclusión científica. La consecuencia de una errónea exégesis es que la Escritura deja de ser el alma de la teología, y no puede fundamentar ni la catequesis, ni la liturgia, ni la predicación, ni la vida moral cristiana, ni la piedad de los fieles», dice el punto 19 de la instrucción pastoral.
Nuestra herencia cultural
Lo que preocupa a la Iglesia es que la gente se aproxime a los textos bíblicos como a otro escrito histórico más. Ése es el quid de la cuestión. La institución que ha monopolizado durante siglos la interpretación de las Sagradas Escrituras se encuentra ahora con que un grupo creciente de eruditos hace públicas interpretaciones de la Biblia que están a años-luz de la fe infantil basada en una sucesión de milagros y prodigios. Los estudiosos analizan los textos con las herramientas de la ciencias humanas y eso acaba con muchos de los mitos que trufan la Biblia. La Iglesia, sin embargo, parece considerar que sus fieles no son lo suficientemente adultos como para admitir, por ejemplo, que los episodios de la Navidad son ficción, aderezada con elementos históricos y culturales propios de la época y la sociedad en la que fueron redactados; que fueron escritos después de la muerte de Jesús y que no hubo nadie el día de autos en el portal de Belén levantando acta de la lista de adoradores porque, entre otras cosas, nadie sabía en aquel momento la relevancia histórica que alcanzaría con el tiempo aquel niño. Es sólo un ejemplo, pero hay muchos más.
Dice Blázquez que «sólo a la Iglesia confió Jesús su Evangelio». Sin embargo, la verdad es que Jesús no fundó la institución que ahora habla en su nombre, que los Evangelios son más que los cuatro incluidos en el Nuevo Testamento, que fueron redactados a lo largo de más de un siglo, que sus autores no fueron aquéllos a quienes la tradición atribuye los textos… Es más, los Evangelios y el resto de los textos del Nuevo testamento ni siquiera son la memoria de Jesús, sino la memoria de los primeros cristianos. Todo eso y mucho más lo sabemos gracias a los investigadores que estudian las Escrituras «como si se tratara de meros textos de la Antigüedad», ninguno de los cuales dijo, a raíz de la publicación del Evangelio de Judas, que hubiera que «revisar todo lo que sabemos sobre Jesús», ni apoya visiones fantásticas y disparatadas como las contenidas en la obra de Dan Brown.
Los expertos a los que critica la CEE sostienen, por ejemplo, que el Evangelio de Judas mina una de las agarraderas del antisemitismo -la de la traición por unas monedas- y, sobre todo, demuestra la riqueza y diversidad del cristianismo primitivo. El cristianismo fue durante más de un siglo muy diferente a lo que es hoy en día porque, entre otras cosas, no existía nada parecido a la Iglesia y cada predicador o grupo de predicadores podía seguir unos textos distintos del conjunto formado por los bíblicos, los apócrifos y otros.
Aunque no seamos creyentes, los Evangelios -todos- forman parte de nuestra herencia cultural, al igual que las pirámides de Egipto y la escritura cuneiforme. Por eso, es deber de los historiadores acercarse a ellos con espíritu crítico para discernir lo que es realidad y lo que es ficción, y para esclarecer cómo fueron los orígenes reales de un movimiento religioso al que hoy pertenece un tercio de la Humanidad. Que el obispo de Bilbao quiera apropiarse de los textos bíblicos para la Iglesia y blindarlos ante los estudios científicos, es un sinsentido imposible.
Nota publicada en Magonia el 7 de julio de 2006.