La publicidad de cosméticos es una de las más divertidas. Cuando veo anuncios de cremas en prensa o televisión, me engancha la desfachatez de los fabricantes: un potingue elimina las arrugas de la noche a la mañana; una joven modelo o actriz dice que ella no confía en la magia, sino en la ciencia; otras cremas reactivan el gen de la juventud -desconocido para los científicos, pero que ya explotan los fabricantes de de ungüentos-, contienen células madre vegetales o, cuando dormimos, se llevan la grasa del abodmen a otra parte y nos dejan en su lugar una tableta de chocolate… Y, mientras se suceden los eslóganes, un texto diminuto, que en la tele pasa a todo correr, indica que el producto de marras ha sido científicamente probado ¡en un puñado de personas! Ni una más, generalmente.
El sábado, en una larga sentada en el sofá, me puse a ojear una revista femenina y sólo me paré en una página: un anuncio de Olay Professional, un conjunto de cosméticos que «actúa sobre las arrugas profesionalmente». Lo que me atrajo no fue el autobombo para colocarte un paquete de cremas desarrolladas por «un grupo de investigadores y dermatólogos internacionales de primer orden», sino la letra pequeña a la que llevaba el inevitable asterisco que acompaña siempre a este tipo de publicidad: «En un estudio clínico de ocho semanas, la combinación de productos de Tratamiento Desafío Anti-edad de la línea Olay Professional mostró resultados comparables al tratamiento médico líder en Estados Unidos en relación a la reducción de arrugas». Por supuesto, ni en el resto de la página, ni en la web española del producto se dan más detalles. Es más, en la web original no he conseguido dar con la frasecita de marras. No es que mientan, claro. Lo mismo podían haber dicho que su producto mostró resultados comparables al tratamiento médico líder en EE UU para el aumento de la inteligencia, de la hermosura, de la altura o de lo que sea… Dicen nada simulando que dicen algo para intentar colársela al personal. Si eso no es publicidad engañosa…
Al día siguiente, me detuve en el XL Semanal en la imprescindible sección de cosmética de toda revista dominical que se precie. No decía nada nuevo, nada que no hubiera leído en otras ocasiones en otras publicaciones similares, sobre todo cuando se aproxima Navidad. El reportaje se titulaba «Las cremas más caras del mundo», aunque lo mismo podía haberse titulado «Los potingues más caros e inútiles». No, no estoy exagerando. Gastar cientos de euros en una crema con caviar, oro o piedras preciosas o que repara el ADN es lo mismo que pagar por comer oro en polvo: una estupidez. Está de moda porque la poderosísima industria cosmética se inventa conceptos como el de la energía de la piel y bobadas como que una crema con extracto de piedras preciosas es el no va más porque desde tiempos de los egipcios -póngase aquí cualquier cultura exótica; también valen los atlantes, aunque nunca existieron- está demostrado que las piedras preciosas tienen poderes extraordinarios.
Esas trolas y muchas más las envuelven con chicas guapas y científicos sin escrúpulos a los que llenan el bolsillo, y ya está: venden una crema con un derivado de la obsidiana de una isla italiana -si es de otro lugar, no vale, aunque la composición del mineral sea la misma-; otra con cera de unos viñedos propiedad de otra marca del grupo; otra con caviar u oro… Y, claro, la clienta que ha pagado una pasta por la exclusiva e inútil pócima cree verse más guapa porque, si no fuera así, quedaría como una tonta. Ya sé que es una bobada, pero se me ocurre que puede lograrse el mismo nulo efecto de estas cremas de lujo frotando la piel con el anillo de oro de la abuela o comprando una lata de caviar y esparciéndosela por la cara; aunque yo prefiera comer las huevas de esturión.
Nota publicada en Magonia el 24 de junio de 2011.