
A mediados de la pasada década, habían sido adiestrados en el toque terapéutico en Estados Unidos más de 43.000 sanitarios, la mitad de los cuales lo practicaba. Emily Rosa tenía 9 años cuando vio un vídeo en el que la enfermera Dolores Krieger, inventora de la terapia en los años 70, y otras colegas aseguraban sentir un campo energético humano cuyos desequilibrios causan enfermedades y poder restaurar el orden en él y, por consiguiente, devolver la salud al paciente. Impresionada, la pequeña decidió someter la primera afirmación a examen dentro de un proyecto científico escolar: «Quería ver si realmente podían sentir algo».
La niña diseñó un sencillo experimento para comprobar el principio fundamental del toque terapéutico. Sólo necesitaba un trozo grande de cartón, un cuaderno, un lápiz y una moneda, además de la colaboración de practicantes de la terapia. Krieger se negó; pero otros veintiún tocadores terapéuticos, con entre 1 y 27 años de experiencia, aceptaron participar en la prueba, que era muy simple.
Un experimento escolar

Emily Rosa repitió la prueba diez veces en catorce sujetos y veinte en otros siete. Los resultados fueron concluyentes. Teóricamente, los practicantes del toque terapéutico, que se basa en la captación de un supuesto campo energético humano, tenían que haber acertado la mano sobre la que la escolar ponía la suya en el 100% de los casos. Si no, ¿cómo iban a reequilibrar nada? Los aciertos, sin embargo, se redujeron a 123 (44%) de 280 intentos, lo esperado por azar, lo que puede hacer cualquiera. Una niña de 9 años había desmontado el principio básico de una práctica seguida por miles de sanitarios estadounidenses, al demostrar que son incapaces de detectar el campo energético que dicen alterar para curar enfermedades. En realidad, ese halo mágico existe sólo en su imaginación.
Publicado originalmente en el diario El Correo.