Una multitud de desharrapados dejó en ridículo hace más de 3.000 años al imperio más poderoso de la Tierra. Su dios, Yahvé, les liberó de la esclavitud a la que les sometía la gran potencia; aunque con ocasionales arrebatos de ira, les protegió y alimentó mágicamente durante la larga huida por el desierto; y les condujo hasta la Tierra Prometida. La epopeya de Moisés y los israelitas rebosa de prodigios, desde la supervivencia del bebé llamado a liderar al pueblo elegido hasta la caída de los muros de Jericó, pasando por las diez plagas con que el dios de los hebreos castiga a los egipcios, la apertura del mar Rojo, la zarza ardiente, el maná y el Arca de la Alianza.
«Esta historia de la liberación de los israelitas de la servidumbre es tan importante que los libros bíblicos del Éxodo, el Levítico, los Números y el Deuteronomio -nada menos que cuatro quintas partes de las escrituras fundamentales de Israel- están dedicados a los trascendentales acontecimientos vividos por una sola generación en poco más de cuarenta años», apuntan los arqueólogos Israel Finkelstein y Neil A. Silberman en La Biblia desenterrada (2001). Milenios después, la autenticidad del relato es incuestionable para el nacionalismo hebreo, que ve en él el pilar de sus derechos históricos sobre el terreno que ocupa el actual Israel. ¿Pero ocurrió en algún momento lo que cuenta la Biblia?
Un bebé en una cesta
La historia de los israelitas en Egipto arranca con José. Hijo de Jacob, nieto de Isaac y biznieto de Abraham, llega a la tierra de los faraones como esclavo, después de haber sido vendido por sus hermanos. Acaba, sin embargo, siendo un personaje influyente en la corte -llega a ser visir- y ofreciendo asilo a sus hermanos cuando el hambre castiga Canaán. Los descendientes de Jacob se asientan entonces en Egipto y se multiplican durante más de 400 años hasta que un faraón los esclaviza por miedo a que le traicionen. El monarca ordena ejecutar a todos los niños hebreos; pero uno se salva milagrosamente en una cesta que recoge del Nilo una de las hijas del faraón: se llama Moisés, se educará en la corte y liderará la revuelta de los israelitas, a los que, como intermediario con Yahvé, guiará hasta la Tierra Prometida.
Al igual que sucede con el relato del Diluvio, los orígenes del liberador de los hebreos son una copia de una leyenda mesopotámica anterior, de finales del tercer milenio antes de Cristo (aC). A Sargón de Akad, el creador del primer imperio de la Historia, su madre lo tuvo en secreto y lo puso en una cesta que depositó en el río Éufrates. Recogido de las aguas y criado por un jardinero, con el tiempo se ganó el favor del rey Ur-Zababa, a quien se cree que usurpó el trono. Las similitudes entre los orígenes de Moisés, cuyas peripecias se sitúan hacia 1300 aC, y el rey de Akad no invalidan, no obstante, la posible existencia histórica del primero. Son muchos los personajes de carne y hueso, como el propio Sargón, cuyos orígenes se han embellecido con leyendas increíbles; Moisés podía ser simplemente uno más.
La estancia de los israelitas en Egipto está documentada sólo en la Biblia, donde se dice que eran más de 600.000 cuando emprendieron el Éxodo. La huida suele situarse cronológicamente en tiempos de Ramsés II, el más poderoso de los faraones. Sin embargo, a pesar de que los egipcios lo documentaban todo, no hay ni una referencia en sus textos a la presencia masiva de hebreos en el país, lo que resulta tan extraño como que Moisés y los suyos consiguieran dar esquinazo al ejército más poderoso del mundo. ¿Podría un grupo de desheredados huir hoy en día de las tropas estadounidense a través de un desierto plagado, además, de instalaciones militares?
Historia y milagros
Los autores bíblicos recurren a prodigios para que el pueblo elegido se imponga a la superpotencia. Primero, las diez plagas obligan al faraón a prometer que los dejara marchar; luego, cuando el rey incumple su palabra, el mar Rojo se abre para facilitar la huida de los fugitivos y cerrarse sobre las tropas egipcias. La Historia no entiende de milagros -son cosa de la religión- y, aunque ha habido quienes han intentado encontrar explicaciones naturales a estos prodigios vinculándolos, por ejemplo, con la erupción de Santorini, la opinión más extendida es que estamos ante hechos inventados. Y no sólo en el caso de las plagas y la apertura de las aguas del mar Rojo.
A la ausencia de documentos escritos que confirmen el cautiverio en Egipto y la improbabilidad de que las huestes de Moisés eludieran al ejército del faraón, se suma la carencia de restos materiales. Durante los cuarenta años que, según el relato, los descendientes de Jacob vagaron por la península del Sinaí, no sólo evitaron todas y cada una de las fortificaciones egipcias que salpicaban el territorio, sino que además consiguieron no dejar huellas para la posteridad. La misma arqueología que ha encontrado vestigios de nuestros antepasados en Atapuerca ha sido incapaz de dar con el menor resto del calvario de décadas que sufrió la multitud que seguía a Moisés.
La conclusión es evidente: el Éxodo no sucedió. Es una invención de los redactores del Antiguo Testamento que responde a la necesidad de dotar de un pasado glorioso a los israelitas. No hay constancia histórica de la existencia de Moisés, como tampoco la hay de las de Abraham, Isaac, Jacob y otros personajes bíblicos. Los encuentros de Moisés con Yahvé en lo alto del monte Sinaí, donde recibe las Tablas de la Ley con los Diez Mandamientos, la caída de los muros de Jericó a los sones de las trompetas y la prodigiosa Arca de la Alianza forman parte de una narración mítica, salpicada de elementos históricos reales como hacen desde siempre los novelistas para dar verosimilitud a sus tramas.
El libro
La Biblia desenterrada (2001): Israel Finkelstein y Neil A. Silberman examinan el Antiguo Testamento desde el punto de vista de la arqueología.
Reportaje publicado en el diario El Correo y en Magonia el 9 de agosto de 2008.