Un solo milagro y tres versiones distintas. Es lo que se encuentra quien lee, en los evangelios de Mateo, Marcos y Juan, el episodio en el que Jesús anda sobre las aguas en el mar de Galilea. Según el primero (Mt 14, 22-33), había tormenta cuando los apóstoles vieron desde la barca a Jesús «caminar sobre el mar», el maestro animó a Pedro a que saliera a su encuentro y el discípulo empezó a hundirse porque dudó. En el segundo (Mc 6, 45-52), había viento fuerte cuando Jesús anduvo sobre el mar hasta la barca de sus seguidores y, una vez en ella, hizo que el viento amainara. Y, en el tercero (Jn 6, 16-21), las aguas habían comenzado a encresparse cuando los apóstoles vieron a Jesús «que caminaba sobre el mar y se acercaba a la barca», pero no llegaron a recogerle porque la embarcación «tomó tierra en el lugar a donde se dirigían».
Supongamos -y es mucho suponer- que este episodio está inspirado en un hecho real. ¿Habría alguna explicación racional posible? Doron Nof, profesor de Oceanografía en la Universidad del Estado de Florida, cree que sí y lo defiende en un artículado titulado «Is there a paleolimnological explanation for walking on water in the Sea of Galilee?» (¿Existe una explicación paleolimnológica para caminar sobre el agua en el mar de Galilea?), publicado en el último número del Journal of Paleolimnology. La paleolimnología es la rama de la ciencia que estudia la evolución histórica de los lagos a partir del análisis de los sedimentos.
El mar de Galilea, también conocido como lago de Genesaret y lago Tiberíades, es una masa de agua dulce situada entre Israel y Siria, tiene 148 kilómetros cuadrados y una profundidad media de 20 metros. Noron sostiene que, si ocurrió hace 2.000 años algo parecido a lo que narran los tres evangelios citados, podría explicarse gracias a una peculiaridad del lago que facilita que se formen gruesas capas de hielo en zonas determinadas en épocas climáticas más frías que la actual. El oceanógrafo reconoce que, en principio, «es difícil imaginar» que una masa de agua sobre la que la atmósfera registra temperaturas superiores a 10º C durante el invierno pueda enfriarse hasta el punto de comenzar el proceso de congelación, que requiere para empezar que la temperatura del agua de todo el lago esté por debajo de los 4º C. Sin embargo, hay una particularidad que hace «único» el mar de Galilea e innecesario ese paso previo: que se enfríe toda el agua hasta los 4º C.
A lo largo de la orilla occidental del lago, desembocan bajo la superficie manantiales de agua templada y salada, que queda al fondo y hace de barrera a la convección, proceso por el que, dada su diferente densidad, en un lago normal, el agua fría baja y la caliente sube a la superficie, donde se enfría por su contacto con el aire. Por eso, para que empiece la congelación de la superficie en el mar de Galilea, sólo hace falta que se enfríe la capa superior de agua fría a esa lengua de agua caliente. Aún así, hoy en día, la probabilidad de que el enfriamiento tenga como consecuencia una placa de hielo capaz de soportar el peso de un hombre «es virtualmente cero (una vez en más de 10.000 años)».
Norf y sus colaboradores –Ian McKeague, de la Universidad de Columbia, y Nathan Paldor, de la Universidad Hebrea de Jerusalén- estiman que durante el periodo climático frío conocido como Dryass Joven, que empezó hace 12.700 años y duró 1.500, las temperaturas fueron en la región al menos 7º C inferiores a las actuales, lo que supuso que se pudieron formar gruesas placas de hielo en el mar de Galilea una vez cada 17 años. «Durante los episodios fríos de hace 1.500 y 2.500 años (cuando la temperatura atmosférica fue 3ºC o más baja que hoy), el hielo apareció una vez cada 160 años o menos», escriben en el Journal of Paleolimnology. Han encontrado un conjunto de esos afloramientos de agua salada y templada en Tabgha, zona en la que Jesús pasó parte de su vida, y proponen que el milagro bíblico pudo deberse a que Jesús caminó sobre una de esas placas de hielo, que se adentrarían en el lago hasta 30 metros como máximo, dando la apariencia desde la distancia y especialmente si llovía -dos de los evangelios hablan de tempestad- de que andaba sobre el agua.
Los autores dicen que es una posible explicación; pero dejan el juicio final sobre si ocurrió así a «arqueólogos, estudiosos de la religión, antropólogos y creyentes». Para mí, el punto de partida de Norf y su equipo es erróneo, aunque la conclusión a la que llegan suponga un avance en el conocimiento del mar de Galilea. El error es presuponer que éste y otros milagros de Jesús tuvieron una base real, que fueron algo más que una creación de los redactores de los evangelios. Mientras no se demuestre lo contrario, los hechos milagrosos de la Biblia me los tomo como aportaciones de los narradores para engrandecer a los protagonistas de sus relatos, sean los profetas y patriarcas inexistentes del Antiguo Testamento, sea el Jesús del Nuevo Testamento. Por eso, no creo que haya que preocuparse de buscar una explicación científica a la multiplicación de los panes y los peces, la separación de las aguas del mar Rojo y la resurrección de Lázaro. Son leyendas.
Reportaje publicado en Magonia el 17 de abril de 2006.