Aquellos UFOs de los 70

‘La Amatxo’, de Daniel Tamayo, con la Virgen de Begoña en San Mamés bajo un haz de luz de un ovni. Colección de Luis Alfonso Gámez.
‘La Amatxo’, de Daniel Tamayo, con la Virgen de Begoña en San Mamés bajo un haz de luz de un ovni. Colección de Luis Alfonso Gámez.

El acrónimo UFO lo acuñó Edward Ruppelt, capitán de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, a principios de los años 50. Primer jefe del Proyecto Libro Azul, la iniciativa militar para el estudio de los platillos volantes, sustituyó esta última denominación por la más neutra de Unidentified Flying Object (UFO). En castellano, Objeto Volante No Identificado (OVNI). De UFO vienen ufología y ufonauta -el tripulante del UFO-, términos con los que se familiarizaron varias generaciones de españoles a través de una TVE en blanco y negro en la que el psiquiatra Fernando Jiménez del Oso, el hombre de las marcadas bolsas bajo los ojos y el eterno cigarrillo, narraba increíbles historias de encuentros con alienígenas protagonizados por gente corriente.

Uno de los que se asomaron a esa ventana a otros mundos fue el artista Fito Ramírez-Escudero (Bilbao, 1955), profesor de la Universidad del País Vasco (UPV) e impulsor de la galería Aire, que ha abierto sus puertas en Bilbao con la exposición colectiva UFO. «En los 70, una época muy dura, los extraterrestres eran un componente de tipo fantástico muy atractivo. Hasta cierto punto, una especie de sustitución de la fe religiosa que habíamos abandonado», recuerda. No en vano, según algunos, los dioses de los libros sagrados eran extraterrestres que nos habían visitado en la Antigüedad y enseñado a levantar pirámides. Otros decían que apariciones como las de Fátima no tenían que ver con la religión, sino con seres de otros mundos. Pero todavía nadie hablaba de Roswell ni del Área 51, y las abducciones eran consideradas una excentricidad dentro de los propios ambientes ufológicos.

Era un mundo ingenuo en el que el saber se transmitía a través de charlas y grupos de aficionados que se reunían periódicamente. Bastaban una colección de recortes de prensa, una grabadora y una cámara de fotos para ser ufólogo, aunque no se supiera identificar en el cielo a Venus –considerado la reina de los ovnis– o se tomaran por una nave de otro mundo las luces rojas y blancas de un coche subiendo por una zigzagueante carretera. El problema del ovni fue siempre el no identificado. Si no se sabe lo que es algo, puede ser cualquier cosa. De hecho, la historia de la ufología tiene entre sus documentos gráficos más memorables planetas, nubes iluminadas por el Sol, reflejos de lámparas en ventanas y hasta moscas aplastadas en ellas.

Según nuestros robots fueron llegando a otros mundos, los ufonautas fueron alejándose. Hace tiempo que no hay marcianos ni venusianos. Por no haber, hace años que no hay ni una foto decente de un ovni. Ni siquiera borrosa. La ubicua fotografía digital ha matado a los UFOs, pero los platillos volantes han triunfado: ellos y sus tripulantes son, por méritos propios, parte de la cultura popular, recordatorios de un tiempo en el que queríamos creer.

Artículo publicado en el diario El Correo el 14 de abril de 2018 y en Magonia el 17 de abril de 2018.