Shangri-La, el paraíso que nunca existió

Richard Gere, en un acto por el Tíbet en San Francisco, el 8 de abil de 2008. Foto: Steve Rhodes.
Richard Gere, en un acto por el Tíbet en San Francisco el 8 de abril de 2008. Foto: Steve Rhodes.

Mi Tíbet fue durante mucho tiempo un mundo en blanco y negro, el Shangri-La de la maravillosa Horizontes perdidos (1937). La película de Frank Capra, basada en la novela homónima de James Hilton, me impactó cuando la vi de niño. Todavía me sobrecoge el final, aunque la sorpresa ya no exista y los efectos especiales resulten toscos. El paraíso de Hilton/Capra era un valle escondido del Himalaya donde reinaban la paz y la armonía, una teocracia budista cuyos súbditos estaban bendecidos con la vida eterna. La idílica Shangri-La contaminó durante años mi visión de Tíbet, y me parece que todavía hoy reina en la imagen que de ese país tiene mucha gente, a tenor de lo que he visto y leído en los últimos días.

Con los Juegos Olímpicos de Pekín a la vuelta de la esquina, las protestas contra la ocupación china de Tíbet siguen los pasos de la antorcha olímpica. Los chinos hacen en esta película el papel de malos que han sometido a un pueblo que vivía en paz y armonía gobernado por bondadosos lamas entre los picos del Himalaya. Nada más lejos de la realidad. Esa sociedad idílica que venden el Dalai Lama y sus seguidores no ha existido en el Tíbet de los monjes de coloristas túnicas. Antes de la llegada de los chinos -y que nadie vea en estas líneas una defensa de la ocupación-, Tíbet era una cruel teocracia, como el Vaticano antes de su domesticación por el Occidente ilustrado.

Porque el país de los lamas no era antes de 1949 un mundo feliz. Ni mucho menos. «Comparada con otras sociedades, los tibetanos eran generalmente pacíficos y cariñosos», declaraba el año pasado el decimocuarto Dalai Lama, su santidad Tenzin Gyatso, respecto al país en el que fue entronizado. Es posible que el tibetano fuera en la primera mitad del siglo XX un pueblo pacífico y aparentemente cariñoso; pero, si era así, lo era por miedo. En Tíbet rigió hasta la ocupación china un sistema feudal en cuya cúspide estaban el Dalai Lama, su alto clero y la nobleza, que vivían a costa de una masa sometida a todo tipo de abusos.

Un país de siervos y esclavos

La mayoría de los habitantes del Shangri-La que muchos añoran en Occidente eran siervos, cuando no esclavos, de los antecesores de los monjes con los que se solidariza ahora medio mundo. Algunas de las salvajadas del régimen budista de los lamas han sido recopiladas por Michael Parenti, a partir de diversas fuentes y obras, e incluyen la esclavitud, la sobrecarga de tasas al pueblo llano, los abusos sexuales, la usura por parte de los monasterios, los brutales castigos y las ejecuciones encubiertas, porque ya se sabe eso de que un budista no hace daño ni a una mosca. «Ya que los principios budistas prohíben matar seres vivos, los delincuentes eran frecuentemente torturados casi hasta la muerte y luego dejados a su suerte. Si morían por resultado de las torturas, se consideraba que lo había causado su propio karma», explica Colin Goldner, en su artículo ‘El mito del Tíbet’.

El Dalai Lama tiene razones para sentir querencia por el pasado: sus antecesores disfrutaron como residencia del palacio de Potala y sus mil habitaciones, repletas de sirvientes y esclavos, pacíficos y cariñosos por la cuenta que les tenía. Piensen en ello cada vez que escuchen al clérigo premio Nobel de la Paz defender que el Tíbet anterior a la invasión china era un mundo, si no perfecto, casi; piensen en ello cada vez que vean a estrellas del espectáculo como Richard Gere defender al pueblo tibetano junto a la efigie del Dalai Lama, su opresor anterior a la llegada de los actuales. Yo, por de pronto, acabo de comprarme Prisoners of Shangri-La: tibetan buddhism and the West, de Donald S. Lopez, de la Universidad de Michigan.

Shangri-La no existe, fue una invención de James Hilton que cautivó a quienes leyeron su novela y vieron después la película basada en ella. Así, Franklin Delano Roosevelt bautizó con ese nombre la residencia presidencial estadoundiense ahora llamada de Camp David. El mito del paraíso del Himalaya está ahí, pero hay que reconocerlo como tal y evitar que contamine nuestra visión del mundo ¿Free Tíbet? Sí, pero también de la brutal teocracia de los lamas anterior a la invasión china. Que sean los tibetanos los que decidan en libertad lo que quieren ser en el futuro: si someterse a la tiranía China, plegarse al despotismo budista o cualquier otra cosa.

Reportaje publicado en Magonia el 10 de abril de 2008.


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