Los dogones y el enigma de Sirio

Ilustración: Iker Ayestarán.
Ilustración: Iker Ayestarán.

Sirio es la estrella más brillante del cielo y era muy importante para los antiguos egipcios: después de meses bajo el horizonte, su reaparición en el cielo vespertino marcaba el inicio de la crecida anual del Nilo. Tiene una compañera, Sirio B, invisible a simple vista y que no se descubrió hasta mediados del siglo XIX. Sin embargo, forma parte, algunos dicen que desde tiempo inmemorial, del sistema de creencias de los dogones, un primitivo pueblo de Mali (África occidental) cuya cosmogonía se presenta como una de las mejores pruebas de contactos con extraterrestres en la Antigüedad.

Los conocimientos astronómicos de los dogones asombraron en la primera mitad del siglo pasado a los antropólogos franceses Marcel Griaule y Germaine Dieterlen. El primero había establecido contacto con la tribu en 1931, y los dos publicaron en 1950, en el Journal de la Société des Africanistes, un artículo en el cual sostenían que los mitos dogones de la creación del mundo giraban alrededor de Sirio y de su estrella compañera. No aventuraban cómo podía haber llegado una cultura precientífica, sin telescopio, a conocer esa estrella; pero el enigma estaba ahí: ¿cómo sabían los dogones que Sirio tiene una pareja?

Superhombres

Griaule y Dieterlen explicaban que, vinculada al periodo orbital de Sirio B, los dogones celebran la ceremonia Sigui, «cuyo propósito es la renovación del mundo». A partir de sus hallazgos, Robert K.G. Temple propuso en 1976, en El misterio de Sirio, que hombres-peces procedentes de ese sistema estelar no sólo habían trasmitido a los dogones sus conocimientos astronómicos, sino que además habían fundado su civilización. Para el escritor estadounidense, los visitantes «se parecerían un poco a las sirenas y los tritones, y podrían asemejarse, de alguna manera, a nuestros inteligentes amigos los delfines». La idea fue acogida con júbilo por Erich von Däniken y otros, y todavía hoy es defendida por ufólogos como Juan José Benítez, para quien hace mil años los extraterrestres seleccionaron a los dogones más capacitados, los secuestraron y los adiestraron «como superhombres, como hombres santos».

La tribu africana sabía, según Griaule y Dieterlen, que Sirio tiene una compañera y también que esa estrella invisible es muy densa y completa una órbita alrededor de su hermana cada 50 años. La astronomía ha confirmado ambos extremos. Sirio B fue, de hecho, la primera enana blanca identificada como tal. Una enana blanca es una estrella tan densa que un centímetro cúbico de su materia pesa una tonelada. «A primera vista, la leyenda de Sirio elaborada por los dogones parece ser la prueba más seria en favor de un antiguo contacto con alguna civilización extraterrestre avanzada», escribió Carl Sagan en su libro El cerebro de Broca (1974).

Suelen citar esta frase quienes abogan por un origen alienígena de la cosmogonía dogon, olvidando que va seguida de una puntualización que hace que cambie de significado: «No obstante -continúa el astrofísico-, si examinamos con más atención el tema, no debemos pasar por alto que la tradición astronómica de los dogones es puramente oral, que con absoluta certeza no podemos remontarla más allá de los años 30 y que sus diagramas no son otra cosa que dibujos trazados con un palo en la arena». La clave es que no hay constancia de la cosmogonía siriaca de los dogones con anterioridad al artículo de Griaule y Dieterlen en 1950.

Antropología chapucera

A principios del siglo pasado, Sirio B era ya una vieja conocida de los astrónomos. Su existencia había sido propuesta en 1844 por el alemán Friedrich Bessel. Creía que los bamboleos que sufría Sirio en su movimiento se debían a la presencia de una estrella compañera y calculó que el dúo tardaba unos 50 años en completar una órbita alrededor de su centro de masas. Dieciocho años después, el astro invisible fue visto por el estadounidense Alvan G. Clark mientras probaba un nuevo telescopio. Quedaba claro que Sirio era un sistema binario, compuesto por dos estrellas. Y también parece claro ahora que los dogones no sabían nada de Sirio B hasta la llegada de los antropólogos franceses.

Los visionarios más entusiastas suelen olvidar que la cosmogonía de esta tribu africana está llena de errores. Los dogones creen, según Griaule y Dieterlen, que Sirio B es la estrella más pequeña y pesada del Universo, algo que era cierto en los años 30 del siglo pasado; pero no ahora. Desde entonces se han descubierto centenares de enanas blancas más pesadas y las estrellas de neutrones, objetos todavía más densos. En el Universo de los dogones, Júpiter tiene cuatro satélites y Saturno, con sus anillos, es el planeta más lejano; pero el primero tiene más de 60 lunas y el segundo no es el planeta más lejano: más allá están Urano y Neptuno.

Resulta poco creíble atribuir todos esos errores y omisiones a unos avanzados visitantes interplanetarios cuando hay a mano una explicación más lógica: que la historia de Sirio B y los dogones es un ejemplo de contaminación cultural, de transmisión por parte de los investigadores de conocimientos que los investigados acaban incorporando a su acervo como propios. El antropólogo Walter Van Beek descubrió hace casi veinte años, cuando habló con los informantes dogones de Griaule, que el conocimiento que tenían de la estrella compañera de Sirio se lo había transmitido el antropólogo francés, quien era aficionado a la astrononomía. «Todos los interrogados coincidían en que todo lo que sabían de la estrella procedía de Griaule», concluyó Van Beek. Y el resultado de una investigación antropológica chapucera se convirtió con los años en la mejor prueba de visitas alienígenas en el pasado.

El libro

El cerebro de Broca (1974): Carl Sagan no sólo fue un gran divulgador científico, sino también un desenmascarador de falsos enigmas. Este libro tiene una sección dedicada a ellos y un capítulo, al misterio de Sirio.

Reportaje publicado en el diario El Correo y en Magonia el 14 de agosto de 2008.